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Todo Show

Cinco estrenos con elencos estelares aterrizan en la ciudad

Tom Hanks, una de terror, una francesa, una de Guy Ritchie y una noruega, son los cinco estrenos de esta semana en las salas de Rosario. Como siempre una selección de reviews para elegir que ir a ver al cine. Porque el cine se ve en el cine.

 

“Un vecino gruñón”

A fines de 2015 se estrenó una tragicomedia sueca titulada Un hombre llamado Ove (transposición de una novela publicada en 2012 por Fredrik Backman), que se convirtió en un éxito a escala global y terminó consiguiendo dos nominaciones a los premios Oscar. No extrañó, entonces, que Hollywood tomara el concepto para una remake que Tom Hanks decidió no solo protagonizar sino también coproducir con su esposa Rita Wilson.

Otto Anderson (Hanks) es el vecino gruñón del título en castellano (el original es A Man Called Otto), un viudo que vive siempre enojado y cuyo único objetivo parece ser criticar, juzgar, despreciar al prójimo, quejarse e irritarse por cada actitud o gesto que considera inconveniente. Su nivel de obsesión, control y represión es claramente patológico.

Decidido a terminar con su vida, que carece de sentido, nuestro perfecto antihéroe se topará con un matrimonio de origen latino (Mariana Treviño y Manuel Garcia-Rulfo) y sus hijos, que se mudan al mismo barrio. Sus nuevos vecinos son su opuesto (¿complementario?): alegres, simpáticos, caóticos, desprejuiciados, inocentes, torpes, bienintencionados.

Planteado el conflicto antitético, con personajes estereotipados llevados a los extremos, al director alemán Marc Forster solo le queda revestir a esta historia de una veta aleccionadora e inspiradora. A partir de múltiples flashbacks entenderemos por qué este émulo del Walt Kowalski que Clint Eastwood interpretara en la muy superior Gran Torino llegó a ser el hombre resentido y traumado que es. Y, entre baladas cursi de fondo, diálogos y acciones siempre explícitas, veremos como ese hombre duro, triste y dominado por el odio irá abriendo de a poco su corazón y encontrando caminos de redención.

La película (fórmula) se propone como una cruza entre dos conceptos que maneja la industria audiovisual como el crowdpleaser (con cierta demagogia para ganarse el favor del público) y el tearjerker (con excesos melodramáticos que incluyen desde actitudes sorprendentemente generosas hasta confesiones desgarradoras, pasando por “sentidas” cartas que buscan generar el llanto emocionado del espectador). Puede entonces que haya un segmento de la audiencia dispuesta a dejarse llevar por esos estímulos, pero los cuestionamientos al film no parten de una mirada cínica o insensible sino de los recursos manipulatorios y muy pocos sutiles con que los artistas construyeron esta moraleja bienintencionada. En los cinco complejos de la ciudad.

 

 

“Con amor y furia”

 

Sara y Jean disfrutan a solas de un merecido descanso y lo consiguen, precisamente, porque están solos. De hecho, parece que no haya quedado nadie más en todo el planeta. Sus siluetas, apenas dos manchas en la azul inmensidad del mar, se presentan casi como los últimos vestigios de la humanidad, incluso del reino animal. Y así está bien. Mejor dicho: está perfecto. El agua, cristalina, arroja luz sobre dos cuerpos en total sintonía, tanta que no sorprendería verles fusionarse. Las caras de Juliette Binoche y de Vincent Lindon están precisamente en estas: un primerísimo primer plano las junta con la evidente intención de que la toma no pueda respirar, o que solo pueda hacerlo a través de sus bocas.

Pero el idilio no tarda en romperse. La siguiente escena nos sumerge abruptamente en un túnel por el que circula un tren a toda velocidad. Atrás queda aquella costa paradisíaca; ahora estamos en París, la gran ciudad, ese espacio inmenso y sobrepoblado en el que obviamente se hace latente el riesgo de contagiarse. En casa, la gente se comunica a través de videollamadas con una resolución de imagen casi grotesca; en el resto de los interiores no queda otra que taparse la cara con una o dos mascarillas hasta volver a salir al exterior y, ahora sí, volver a reconocernos los unos a los otros.

Un gesto, una mirada furtiva y ya se ha lanzado el embrujo. De camino a su trabajo en una emisora de radio (y antes de entrevistar a Lilian Thuram sobre cuestiones de identidades raciales), Sara se cruza con François, su ex pareja y hace tiempo también el mejor amigo de Jean. Y todo se precipita, y todo se va al traste. Con amor y furia es esto, un triángulo amoroso en el que, además de los dos actores antes presentados, tenemos a Grégoire Colin, aquí en la piel de un empresario que entra en escena a través de una teóricamente irrechazable oferta laboral a su antiguo colega. Antes de esto, la felicidad sigue instalada en casa de Sara y Jean. En parte, porque son capaces de hablar sobre lo que haga falta; de decírselo todo a la cara, vaya. Cuando solo están ellos dos en la ecuación da la sensación de que está todo controlado: de que todo lo que vemos y oímos es realmente lo que hay. Pero la inclusión de este tercer elemento no tarda ni medio segundo en manifestar su poder disruptivo: el deseo amoroso realmente se mueve a esta velocidad demencial. En una fiesta, los tres personajes coinciden en escena por primera vez y cuando Sara y François se quedan a solas da la sensación de que entre los dos (con la energía que han despertado) han roto la lógica espacio-temporal; ya puestos, la del montaje.

El tercero en discordia acudía a la cita con su actual pareja, pero cuando cruza su camino con su antiguo amor todo se acelera hasta descarrilar. Sara y François se disponen a ponerse al día, descaradamente abiertos a cualquier proposición por parte del otro y, claro, esto la novia de ahora lo ve, y parece que no lo va a tolerar, que va a intervenir para marcar territorio… pero no. Un corte nos sitúa en un momento y un lugar en el que dicho encontronazo ya es agua pasada. O a lo mejor es que no se ha llegado a producir. No lo sabemos, solo podemos intuir lo que ha pasado a través de las actitudes y los relatos de los personajes que están en escena.

Mediante un juego perverso de elipsis, en el que nuestro punto de vista como espectador pierde los privilegios de la omnipresencia, Claire Denis nos sumerge ahora en la turbiedad de los laberintos melodramáticos, aquellos en los que es tan fácil perder la compostura. De hecho, el propio aparato cinematográfico se presta al espectáculo: la crudeza de las imágenes digitales privan de cualquier posibilidad de glamour a los integrantes de este triángulo pasional, y el sobre-uso de la partitura de Stuart Staples parece intervenir intrusivamente en su psique. Jean, Sara y François son meros títeres a merced de sus propios calentones. Ella, en una de las muchas convulsiones sufridas, se ve casi obligada a verbalizar (en voz alta, se entiende) los síntomas que seguramente va a manifestar su cuerpo a lo largo de los próximos días: “Ya estamos, una vez más, tocará estar siempre atenta al teléfono móvil… tocará sentirse húmeda”. Lo dice para ella, para sacar este calor que lleva dentro, pero también lo exterioriza para que lo oigamos nosotros, quienes a estas alturas ya nos hemos acostumbrado a la falta de sutileza con la que el guion coescrito por Christine Angot (colaboradora de Claire Denis en Un sol interior) va adentrándose en cada tortuoso frente de la función. Lo importante, en este sentido, es que cada uno de ellos está al servicio de los caprichos de los tres (des)enamorados.

Solo existen los celos, las desconfianzas y la espera hasta que el móvil vuelva a sonar. Nada importa más allá de esto; el mundo se pierde de vista. Pero volviendo al aparato cinematográfico, está claro que el envoltorio condiciona el contenido… proporcionándole también las herramientas necesarias para brillar. En este caso, está un trío protagonista que se luce al optimizar el tiempo y el espacio que les proporciona la cámara nerviosa de Claire Denis: Grégoire Colin descoloca con la facilidad con la que el “galán fatal” puede perder la dignidad, Juliette Binoche llora como nadie la pérdida de su propia libertad y Vincent Lindon da una semi improvisada y magistral lección de retroalimentación de la frustración. Cada uno con sus propios demonios y alimentando los de su compañero de cama. Como en las relaciones más enfermizas, aquellas de las que no se puede salir tan fácilmente. En El Cairo.

 

 

“Terrifier 2”

Fue uno de esos fenómenos no detectado por el radar de los principales medios estadounidenses dedicados al show businessTerrifier costó 35.000 dólares, la mayoría recaudados a través del sitio web de crowdfunding Indiegogo, y con el tiempo se convirtió en un boom imparable allí donde se diera.

Pero el punto cero de esta película –cuya secuela llega a las salas argentinas a través de la flamante distribuidora Terrorífico– data de 2008, cuando el director y guionista Damien Leone concibió el cortometraje The 9th Circle. Allí aparecía un personaje que no decía palabra, solo gesticulaba pero maltrataba y destripaba a sus víctimas con un goce perturbador, enfermizo, que volvería a entrar en acción en el corto Terrifier (2011) y en la antología All Hallows’ Eve (2013).

El payaso se llama Art y es la estrella alrededor de la que gira este universo hecho de sangre y vísceras. Vestido y pintado de blanco y negro, su violencia no es fruto de algún trauma infantil, sino de la idea de ejercer el Mal como fuente de placer. Pocas cosas más atractivas que un villano sin motivación psicológica. Más aún si ese villano es capaz de atemorizar con su sola presencia.

Así ocurre, sobre todo, en la primera entrega, que comienza con el testimonio en un noticiero de la única sobreviviente de la llamada “Masacre del Condado Miles” ocurrida un año atrás, cuando el bueno de Art (David Howard Thornton aquí, Mike Giannelli en los cortos) se cargó a no menos de diez personas durante la noche de Halloween y dejó a la chica con el rostro deforme al punto de volverlo irreconocible.

Aquella noche tuvo lugar una de las carnicerías más brutales que haya dado el cine en mucho tiempo, una faena no apta para ojos sensibles que tiñe la pantalla de rojo e incluye desde mutilaciones hasta golpes y cortes con cualquier objeto contundente, pasando por varios atracones de carne humana por parte de un Art que no tiene límites a la hora de imaginar torturas y formas de asesinar a sus víctimas.

Las protagonistas de Terrifier son dos jovencitas que, volviendo de una fiesta, coinciden en un bar con Art. Desde ya, piensan que se trata de algún loquito disfrazado dispuesto a sostener su personaje hasta las últimas consecuencias. El dueño lo echa y las chicas se van, pero él vuelve dispuesto a despachurrarlo, en lo que es el puntapié para un raid que lo llevará hasta el taller mecánico que funciona en el garaje de una casa donde ellas esperan que las venga a buscar una hermana. No hay que ser un genio para imaginar quién llega primero y con qué objetivo. La segunda película llegó 6 años después, que podrían haber sido cuatro de no haber ocurrido la pandemia. Desde su estreno comercial en los Estados Unidos, el último octubre, se habla de espectadores que huyen despavoridos de las salas, desmayos, descompensaciones y vómitos ante un espectáculo dantesco que Leone eleva hasta niveles imposibles. Cuesta saber si todo lo anterior es cierto, pero no hay dudas que cayó como anillo al dedo para el marketing: lleva recaudados 12 millones de dólares solo en taquilla, 50 veces más que los 250.000 que costó.

Con una duración un tanto extensa de 138 minutos (más de 50 minutos más que la anterior),Terrifier 2: el payaso siniestro comienza en el mismo momento que la primera. Otra vez la sobreviviente hablando en el primer aniversario y afirmando que el payaso está muerto. Una escena que Art mira en un televisor que rompe apenas termina. Es hora, entonces, de una nueva cacería.

Leone es plenamente consciente del éxito previo y quiere redoblar la apuesta. Pero no todos los aspectos funcionan, como la inclusión del espíritu de una “payasa” que oficia como asistente, el intento de dotar de un gramaje psicológico a las principales víctimas -la familia integrada por mamá Barbara (Sarah Voigt) y sus hijos Jonathan (Elliott Fullam) y Sienna (Lauren LaVera)- o ciertos toques sobrenaturales que esfuman la impronta terrenal de su predecesora.

El desarrollo narrativo no es muy distinto a la anterior, aunque por momentos se cuela un humor macabro hasta ahora ausente. Una a una irán cayendo las víctimas, algunas de una manera que recuerda a las de aquellas películas de porno tortura que fueron furor a principios del milenio, como El juego del miedo o Hostel. En especial, aquella que generó los supuestos vómitos y demás: Art agarra una chica, le arranca el cuero cabelludo con una pequeña tijera, le rompe varios huesos y la apuñala hasta el agotamiento.

Más allá de sus desniveles, ambas Terrifier se presentan como renovaciones de un subgénero –las slasher movies– que suele pecar de solemne tomándose demasiado en serio todo lo que muestra. Poco importan aquí si sobreviven o no los protagonistas. El núcleo está en imaginar las maneras más sádicas de torturar y asesinar. Michael Myers, Jason Voorhees y Freddy Krueger son personajes de Disney al lado de Art The Clown. En el Monumental, Cinépolis, Hoyts y Showcase.

 

 

“Tres deseos para Cenicienta”

 

El largometraje de Cecilie A. Mosli cubre varias bases, piensa a gran escala. Por un lado, se nutre del personaje clásico de Cenicienta, respetando ciertas tradiciones que vienen por añadidura, como el baile real como punto neurálgico, el príncipe como interés romántico, y la madrastra despiadada que complota con, en este caso, una hermana que busca ser el centro de atención. Por otro lado, Tres deseos para Cenicienta también toma elementos de la película homónima de 1973 del realizador checo Václav Vorlíček que se convirtió en una obra de culto, fruto de sus ribetes navideños. Si bien la fusión de ambas ópticas está lograda, algunos tramos de la historia exudan una ingenuidad que no es cohesiva con su desarrollo, donde prima la sensación de peligro y una oscuridad disonante con la génesis del inocente derrotero de la protagonista y su enamorado.

En cuanto al vínculo entre los jóvenes, uno que se desarrolla a partir de secuencias de aventuras con una imponente fotografía, este impide que el relato se estanque, sobre todo cuando se empiezan a percibir ciertos guiños a Noche de Reyes de William Shakespeare, ya que el tópico de las máscaras es recurrente. Asimismo, nos encontramos con un auspicioso debut como actriz de la modelo y estrella pop noruega Astrid S. La cantante interpreta con soltura y carisma a esa Cenicienta que es mucho más que el objeto de afecto de un hombre, una sobreviviente que no necesita de la figura del hada madrina para concretar sus objetivos, un bienvenido giro de timón en pos de aggiornar el relato y de prescindir de ciertos arquetipos. En Cinépolis y Hoyts.

 

 

“Agente Fortune, el gran engaño”

 

Hay no una sino dos vertientes, o motivos por los que un potencial público va a acercarse a ver Agente Fortune: El gran engaño. Jason Statham, el actor de El transportador, el malvado de Rápidos y furiosos, la protagoniza. Y la dirige Guy Ritchie, un cineasta que sabe congeniar la narración fluida con la acción, los toques de comedia y los thrillers o filmes de espionaje. De todo eso está cargada Agente Fortune, con Statham como el agente especial Orson Fortune, un tipo que trabaja para el MI6 británico y que cobra un dineral para cada misión que le asignan. Que tiene claustrofobia, por lo que sus traslados son en jets privados, y pide botellas de vino de cosechas añejas y carísimas. Como en muchas películas que son comedia de acción, aquí hay espías elite que están por salvar al mundo de una catástrofe, aunque al principio no se sabe de cuál. ”Alguien” robó “algo” de un laboratorio secreto, y está buscando venderlo por diez mil millones de dólares. El gobierno británico se entera, y manda a sus mejores teams a investigar, encontrar y en lo posible apresar al ladrón y al o los posibles compradores interesados en ese “algo”. Así que Nathan Jasmine (Cary Elwes, de la primera El juego del miedo, algunos episodios de Stranger Things) contacta a Fortune y lo pone al frente de un equipo de agentes encubiertos -de ahí el engaño del título en Latinoamérica- que tratará de evitar que ese algo llegue a través de un intermediario multimillonario (Hugh Grant). Para ello, reclutan a su pesar a una estrella de Hollywood del cine de acción (Josh Hartnett), del que Greg Simmonds, el personaje de Grant es absolutamente un fanático. Y junto a Sarah Fidel (Aubrey Plaza, de The White Lotus, y que trabajaría en Megalópolis, de Francis Ford Coppola), que se encarga de hackear absolutamente todo, y otro agente, JJ (Bugzy Malone, que como Grant también estaba en Los caballeros: Criminales con clase, de Ritchie) estarán casi dos horas -quédense porque pasan cosas en los créditos finales- mintiendo, persiguiendo, escapando y matando.

El resto, bueno, es una película de Guy Ritchie en la línea de sus producciones de acción, suspenso y humor, de Juegos, trampas y dos armas humeantes (que ya contaba con Statham en el elenco) a Snatch, cerdos y diamantes, pasando por RocknRolla y Los caballeros: Criminales con clase, con la que tiene más puntos en común. La habilidad del ex marido de Madonna por concatenar secuencias de acción trepidante, ahora con un costo de producción igualmente importante, es notable en varios momentos del filme. Y, coguionista junto a Ivan Atkinson y Marn Davies, los mismos de Los caballeros…, le ha dado a Statham, ese antihéroe de acción que pone siempre la misma cara pero que es indudablemente carismático, unas líneas de diálogo de las que el artista de artes marciales y ex modelo sabe sacar provecho. En todos los complejos.

 

Fuente: Diego Batlle, Otros Cines, Ezequiel Boetti, Milagros Amondaray, La Nación, Clarín, Pablo Scholz.

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