
El primer jueves de julio viene con todo listo para empezar las vacaciones de invierno. “Thor, Love and Thunder” completa una oferta ideal para el público infantil y juvenil, junto a otros tres estrenos: “Memoria”, “Telma, el cine y el soldado” y “Manto de gemas”. Como siempre, una selección de reviews para elegir que ir a ver al cine.
“Thor: Amor y trueno”

Tras un arranque bastante más solemne y con ínfulas “shakespeareanas” con Thor (2011), de Kenneth Branagh, la saga dedicada al dios del Trueno proveniente de Asgard fue mutando hacia la comedia autoparódica primero con Thor: Un mundo oscuro (2013), de Alan Taylor; y en especial con Thor: Ragnarok (2017), de Taika Waititi. La tendencia se consolida de forma definitiva con Thor: Amor y trueno, secuela que repite a Waititi como director y ahora también como uno de los dos guionistas.
Luego de un prólogo en el que vemos la conversión del mortificado Gorr (Christian Bale) en villano vengador (“El carnicero de dioses”, lo definen) tras la muerte de su hija por inanición en pleno desierto, empieza la película con Thor convertido en el eje de una comedia de enredos que apuesta por la exageración, el humor físico y bromas no demasiado elaboradas pero que el carisma de Chris Hemsworth logra sostener y hacer casi siempre eficaces.
Por supuesto, desde los primeros minutos sabemos que habrá un elemento (melo)dramático porque la científica Jane Foster de Natalie Portman sufre de un cáncer terminal, pero eso no impide que ella se convierta en el campo de batalla en una versión femenina de Thor y que el espíritu lúdico, por momentos infantil, y de humor zumbón se mantenga durante las dos horas de relato.
La primera parte de Thor: Amor y trueno es decididamente graciosa y tira “toda la carne al asador”: desde la presencia de todos los Guardianes de la Galaxia hasta cameos en el marco de una representación satírica de los personajes de la saga con Matt Damon como Loki, Luke Hemsworth como Thor, Sam Neill como Odin y la aparición de Melissa McCarthy como Hela; además de la posterior presencia de Russell Crowe como un Zeus panzón y decadente.
Sin embargo, poco a poco el disfrute se va difuminando y en la segunda mitad, Thor: Amor y trueno -musicalizada sobre todo con grandes éxitos de Guns N’ Roses como Welcome to the Jungle, Paradise City, November Rain y Sweet Child O’ Mine– se contenta con una historia de duelos y romances con un trasfondo de sentimientos de culpa y redenciones bastante genérica y convencional. El resultado no deja de ser simpático y por momentos convincente, pero la sensación es de un retroceso respecto de la cima (de la saga) conseguida por el propio Waititi en Thor: Ragnarok. Lo cierto es que -aun sin incidir demasiado en el destino del MCU- y tras las dos escenas post-créditos de rigor, un cartel indica lo que ya todos sabíamos: “Thor regresará”. En todos los complejos de la ciudad.
“Telma, el cine y el soldado”

“Mis sueños son tres: vestirme de bailarina clásica, algo que pude cumplir una vez cuando me disfracé, subir a una grúa y encontrar al soldado”, dice a cámara Telma, una mujer que a sus 75 años tiene un horizonte onírico mundano, tan variado como curioso. Solucionado lo del vestuario, solo falta tachar los otros dos. Lo de la grúa es estrafalario antes que difícil. Lo otro sí es desafiante. El soldado en cuestión era un conscripto que, durante su servicio en la Guerra de Malvinas, intercambió cartas románticas con su hija Lili, de por entonces quince años. Los sobres viajaron en ambos sentidos un par de veces, hasta que uno volvió a Buenos Aires sin haber sido recibido. Desde entonces, el paradero de “El Tano”, tal como apodaban al muchachito de 19 años que abría su corazón ante una adolescente anónima, ha sido un misterio. ¿Será uno de esos soldados “solo conocidos por Dios” que descansan sin paz en tierras australes? ¿Habrá vuelto al continente? De estar vivo, ¿cómo será físicamente? ¿Recordará a Lili o acaso su nombre quedó encapsulado en la nebulosa de los recuerdos bélicos? Todas preguntas sin respuestas… hasta ahora.
Estrenado en una de las secciones paralelas del último Bafici, Telma, el cine y el soldado propone un abordaje tangencial de la guerra de Malvinas, permitiéndose una liviandad juguetona allí donde todo fue dolor, hambre, frío y muerte. Lo que no implica descuidar el contexto ni tomárselo para la chacota, como atestiguan las distintas imágenes de archivo del inefable noticiero 60 minutos y del recordado show Las 24 horas de las Malvinas que ilustran el sentir colectivo de la época y la motivación patriótica de aquella jovencita que hoy, a sus cincuenta y pico, recuerda la anécdota con la ternura propia de los actos movidos por la inocencia de un pasado lejano. Misma ternura que le causa enterarse que su madre será la protagonista de un documental que, lejos de alejarse de ella, se le pega al punto de exhibir en primer plano el dispositivo cinematográfico, una decisión que aporta poco al conjunto general pero que permite eliminar cualquier atisbo de una concepción del cine como portador de verdades absolutas.
La directora Brenda Taubin sí cree, en cambio, en la cámara como llave para múltiples encuentros. Porque Telma y ella tienen poco en común, salvo una pasión por las películas que las llevó a coincidir en un ciclo de proyecciones con debate coordinados por la realizadora. Misma pasión que hace que, cuando a Telma le proponga ir tras los pasos del soldado, ella acepte sin dudarlo, convencida de que, además de un cumplir uno de sus sueños pendientes, podrá convertirse en una particular heroína cinematográfica, siempre con la inestimable ayuda de su cuñada y amigas, todas ellas septuagenarias.
En ese sentido, la película explora, como Las cinéphilas, el vínculo entre el cine y los adultos mayores desde una arista mucho más luminosa que el documental de María Álvarez: si allí las visitas a la sala escondían un núcleo doliente de soledad y hasta aburrimiento en las señoras, aquí el universo audiovisual funciona como la base del ideario tanto de Telma como de una película que, abrazando un tono de comedia-documental detectivesca similar la chilena El agente topo, de Maite Alberdi, registra la búsqueda del Tano. Una búsqueda que las lleva a charlar con ex combatientes, a intentar “infiltrarse” en el Edificio Libertador y a buscar en internet, mientras en paralelo su vida sigue el curso normal, con charlas sobre un inminente cumpleaños de 15, clases de aquagym y compras en el supermercado. El cine para Taubin es, en todo caso, un terreno donde los sueños aún son falibles de ser cumplidos. En el Arteón.
“Memoria”

Las películas de Apichatpong Weerasethakul no son para todo el mundo, su visión cinematográfica es muy particular, sobria y fantástica. Son películas que invitan a la reflexión, a abrir la mente y los sentidos para entender el mensaje, son construcciones finamente estructuradas y cuidadosamente pensadas. Para la realización de su más reciente largometraje, Memoria (2021), eligió el país que le dio vida a Macondo y a su autor, uno de los pioneros del realismo mágico: Colombia. Pero en este filme no hay nada explícito ni exagerado, como suelen hacer cuanto tratan de representar esa magia en la pantalla grande. Acá lo que hay un exceso de sobriedad, una sencillez absoluta que revela una Bogotá totalmente auténtica y real, mientras nos invita a una experiencia sensorial que roza con el misterio y lo místico.
La cinta empieza con un sonido que toma por sorpresa al espectador así como a Jessica, la protagonista (Tilda Swinton, quien también es productora del filme): un golpe seco y extraño perturba el silencio de su habitación en Bogotá. Ella está de paso por la ciudad visitando a su hermana Karen, que se encuentra enferma. Jessica no puede dejar de pensar en ese sonido y busca que la ayude Hernán (Juan Pablo Urrego), un joven técnico que trabaja en un estudio de sonido y le ayuda a reproducir lo que escuchó, que lo describe como “una bola de concreto que cae en un fondo de metal rodeado de agua salina”. Es un estruendo que sale del centro de la tierra, es la vida llamándola…
Y esta es, precisamente, la escena más importante del filme: la experiencia sonora la comparte el espectador con la protagonista, vemos su reacción ante lo que Hernán le va mostrando y el sonido se convierte en una onda en la pantalla del computador, pasa a ser algo “real”, manipulable, visual. Pero este es solo el comienzo de su búsqueda, pues Jessica seguirá las pistas que va encontrando y los consejos que va recibiendo, los que la llevan a recorrer el país y a seguir buscando la explicación, mientras va aumentando su sensibilidad y va explorando la memoria del ser humano, de la tierra y del universo.
Con toda una colección de sonidos, el director nos invita a una experiencia sensorial llena de detalles, pasando por un parqueadero del centro de la ciudad donde todas las alarmas de los carros ahí ubicados se activan a destiempo, hasta los pájaros que se escuchan en algunas zonas de la capital de Colombia al amanecer. Y a la vez, están las imágenes: no se van a encontrar con la lamentable representación de Bogotá que vemos en Sr. y Sra. Smith (Mr. & Mrs. Smith, Doug Liman, 2005), ni la exótica mirada extranjera en tono de burla, ni la “pornomiseria” que muchas películas colombianas se han dedicado a mostrar (y que no pienso nombrar acá).
Acá vemos la Bogotá que conocen los que hemos vivido en ella, la que se experimenta en la Universidad Nacional, la Biblioteca Luis Ángel Arango, el Parque Santander… Todos lugares que se ven en la pantalla en planos secuencia largos y estáticos, alejados de Swinton y reforzado con los sonidos de la ciudad, con luz natural y los cambios de clima que le dan el realismo tan buscado por muchos y tan forzado por otros, que acá fluye con facilidad y elegancia.
Pero nada de esto se dio por coincidencia. Weerasethakul vivió en carne propia el “síndrome de la cabeza explosiva”, realmente escuchó ese “bang” en su cabeza, ese mismo que Jessica busca obsesivamente sin saber qué es. Además, fue invitado al Festival Internacional de Cine de Cartagena en 2017 y decidió quedarse dos meses viajando por Colombia con ayuda de una residencia artística, sin saber nada de español.
Y aún así, escuchó a psicólogos, ingenieros, activistas, arqueólogos y muchas otras personas que le contaron la historia del país, todo para conocer el “pulso” de esa sangre que corre por las venas de todos y esos recuerdos que viven en la mente de todos, que han estado siempre en sincronía con el resto de la humanidad y con la propia naturaleza, así no seamos conscientes de ello. El resultado audiovisual lo llevó a ganar el premio del jurado en el Festival de Cine de Cannes de 2021 y a representar a Colombia para los premios Oscar del 2022.
¿Una película con un director tailandés y una protagonista inglesa representará a un país suramericano en la entrega de premios de cine más importante de Estados Unidos? Así es. Ninguna película podrá condensar la complejidad de vivir en Colombia y las particularidades de su gente, pero Memoria logra esa comunión entre el ojo extranjero y la realidad local del país, llevándolo a un plano universal, porque al final esto podría suceder en cualquier lugar y podría ser cualquier persona, todos los seres humanos compartimos una sola memoria, una genética compartida que parece perdida, especialmente en un país sin memoria que olvida a los que han desangrado lentamente la riqueza de sus tierras y de su gente. Una experiencia imperdible e inolvidable, especialmente en salas de cine. En el Del Centro.
“Manto de gemas”

El primer largometraje de Natalia López como guionista y directora arranca con lo que bien podría ser una escena descartada de la película donde la vimos ponerse delante de la cámara. En Nuestro tiempo, recordemos, la editora de títulos clave en las filmografías de Amat Escalante, Lisandro Alonso o, cómo no, Carlos Reygadas, interpretaba a la mujer de un hombre encarnado por este último, en lo que suponía un drama romántico (o terapia de shock de pareja) donde la ficción arrollaba a la realidad, y cuyo desgarro se iniciaba a partir del ombligo, punto cardinal que nunca se perdía de vista.
El caso es que Manto de gemas abre con la espectacular toma de un árbol cuya silueta se va perfilando y definiendo con la luz naciente de un nuevo día. Imponente espectáculo de la naturaleza que muy pronto se ve perturbado por la acción humana: de repente un hombre entra en escena, armado con un machete que blande furiosamente para despejar el camino de maleza. Pero el interés está en otro sitio: en el interior acristalado de una casa con vistas a, precisamente, ese árbol. El ruido que hacía dicho hombre en su actividad jardinera lo seguimos escuchando con total nitidez; es una especie de hilo conductor que nos lleva-a y se solapa-con la siguiente toma.
Ahora, vemos a otra pareja que, como sucedía en el film de Reygadas, no arranca. Las embestidas con las que él se relaciona con ella no son más que el triste intento de despejar eso que de ninguna manera puede ser despejado. Y, claro, al poco rato los golpes del jardinero tapan aquellos (ahora dedicados al mobiliario de la habitación) con los que el semental intenta reanimar su maltrecha virilidad. Dos secuencias para una misma escena; dos mundos, si se prefiere, hermanados por las pulsiones violentas que flotan entre ambos.
La carta de presentación es también una declaración de intenciones que, como tal, se extiende a lo largo de las dos horas de metraje. En este tiempo la cámara se comporta como un ser omnipresente cuya mirada se va expandiendo casi por transmisión: un personaje nos lleva al siguiente, y este nos presenta un nuevo escenario, donde conoceremos a otra persona a la que seguir… Muy al principio de este recorrido, dicho modus operandi se antoja como una extraña manifestación sobrenatural. Una de las hijas del hombre que no puede (o no quiere) satisfacer a su mujer se abraza a él, preguntándole si todo (o sea, si su relación conyugal) va a salir bien o no.
Él, evidentemente, responde que sí, que no hay motivo por el que preocuparse, pero ella, a lo mejor más atenta y despierta de lo que su tierna edad podría sugerir, sabe que esto es mentira, que algo anda mal. Y hacia allí dirige su mirada, en busca de aquella presencia que la perturba: la cámara; nosotros. El padre, que repara en el extraño comportamiento de la niña, trata de entender qué es lo que la intranquiliza e intenta ver lo que ve ella, pero no lo consigue. Un contraplano nos pone en su punto de visa: una privilegiada panorámica de la nada. Y así se comporta también la propia narración.
La elusión es, como sucede con Lorenzo Vigas, la herramienta con la que Natalia López se relaciona con el ecosistema visitado. Tanto en lo visual (donde es constante el uso del fuera de cuadro y donde el escorzo parece sustituir al primer plano) como en la escritura del guion literario se impone la frustración de nunca alcanzar a ver (o escuchar) aquello que en cada momento, nosotros creemos que es de máximo interés. La mujer y el jardinero del principio se encuentran ahora en un diálogo que nunca acaba de materializar sus verdaderas intenciones: “Necesito que haga algo por mí”, pide ella, “Pero es que no puede ser…”, responde él, “Reconsidérelo, por favor”, sigue ella… y en ningún momento queda clara la naturaleza de dicho encargo.
Conversaciones con información -crucial- omitida, encuadres que recortan objetos hacia donde se nos quisiera ir la vista, sombras que se mueven en la sombra… Manto de gemas aborda la violencia en el México rural trabajando sobre lo que no alcanzamos a ver, pero también a través del retrato coral socialmente transversal. Privilegiados y desfavorecidos, decadencia y avaricia aspiracional, policías y soldados del narcotráfico… jardineros y propietarias de grandes fincas. Invisibilidad y omnipresencia: el tema central como dios ladino y escurridizo, como entidad que todo lo destruye y que, por supuesto, a todo el mundo destruye, pero sin que su calamitoso paso sea fácilmente perceptible.
Al menos en el plano físico, en la mayor parte de las secuencias que transcurren en exteriores, por ejemplo, se repite un eco de fondo que recuerda a un trueno, pero más adelante, o sea, cuando ya no podamos escapar, comprobaremos que dicho estruendo no se corresponde con ninguna fuerza de la naturaleza. El problema con este planteamiento sobre el papel tan impecable está precisamente en que en la pantalla el resultado final siempre aspira a lo impecable. El carácter elusivo del producto se revela aquí como una maniobra de distanciamiento para con un objeto de estudio que se trata como tal: coreografiándolo sin preguntarle si esto le incomoda o no; interesándose por él no a nivel humano sino simplemente artístico. El realismo mágico como desvío estético, el impresionismo como puntal para la certeza de que no hay esperanza… el drama social, una vez más, como carnaza para el peor cine de la crueldad. En El Cairo.
Fuente: Otros Cines, Diego Battle, Página 12, Ezequiel Boetti, El Espectador Imaginario, Juan Camilo Velandia, Víctor Esquirol desde Berlín.
Comentarios