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Dos películas llegan antes de la final del mundial: una es la secuela de Avatar

La segunda parte de Avatar llega 13 años después, con James Cameron al comando como en la original, con el despliegue visual marca registrada del hacedor de Titanic y otros grandes tanques de la industria. También llega la mexicana “Pornomelancolía” al cine público El Cairo. Aquí una selección de reviews para elegir que ir a ver al cine, porque el cine se ve en el cine.

“Avatar 2: El Camino del Agua”

Desde que en 1997 estrenó Titanic (luego ganadora de 11 premios Oscar) y hasta que en pocas horas más presente a escala global la secuela El camino del agua, James Cameron solo filmó Avatar (que se convirtió en la película más taquillera de la historia desplazando a, sí, Titanic). O sea, estamos hablando de uno de los directores más exitosos de todos los tiempos que en los últimos 25 años solo rodó dos largometrajes de ficción y ambos ligados al universo del pueblo Na’vi en el planeta Pandora. Si tenemos en cuenta que comenzó a pergeñar el proyecto en 1995 y que ya tiene confirmadas tres entregas más para 2024, 2026 y 2028 (tendrá 74 años cuando lance la quinta parte) queda claro que para Cameron se trata de el proyecto de su vida. Nadie invierte más de tres décadas en algo en lo que no está absolutamente convencido.

Los 162 minutos de Avatar regalaron hace 13 años un deslumbrante espectáculo visual lleno de cursilerías e imaginería new age que significaron un muy buen negocio, pero no constituyeron esa revolución que a nivel de tecnología aplicada al cine (ni mucho menos en el terreno narrativo) Cameron había prometido. Los 192 minutos de El camino del agua tampoco son de índole disruptivo, no conforman un nuevo paradigma, no significan un cambio rotundo en la historia del cine, pero sí muestran una evidente evolución, una considerable mejora respecto del film original.

Hacía muchos años que no veía un blockbuster en 3D (en este caso, además, aprecié esta segunda entrega de Avatar en una butaca 4D con movimientos que intentan recrear o amplificar las condiciones físicas que se ven en la pantalla) y sinceramente no extrañaba esa experiencia, pero El camino del agua regala una sensación mucho más disfrutable e impactante respecto de todo lo que había consumido con anterioridad: ya no hay mareos ni dolores de cabeza, ahora sí el despliegue visual se aprecia en toda su dimensión y la inmersión es absoluta.

Pero si en los tres primeros párrafos me he referido sobre todo a cuestiones más industriales, comerciales y tecnológicas, hay que indicar que El camino del agua también constituye un salto (quizás más módico, pero salto al fin) en otros terrenos estrictamente cinematográficos. Cameron siempre ha sido un gran narrador (y aquí las escenas de acción, sobre todo en la segunda mitad, son prodigiosas), pero en Avatar se había tomado demasiado tiempo y apostado a demasiados subrayados para construir y definir el universo de su saga.

El camino del agua está ambientada algo más de una década después de aquellos eventos originales (un lapso de tiempo similar al que transcurrió entre aquella Avatar y esta Avatar 2). y nos reencontramos con Jake Sully (Sam Worthington), su esposa Neytiri (Zoe Saldaña), sus jóvenes hijos Lo’ak (Britain Dalton) y Neteyam (Jamie Flatters) y la pequeña Tuk (Trinity Jo-Li Bliss). Y la familia “agrandada” se complementa con Kiri (Sigourney Weaver) y Spider (Jack Champion), cada uno con sus misterios y secretos a cuestas que no develaremos. Lo cierto es que los Sully viven en paz en ese paraíso natural hasta que llega la invasión de unos militares que quieren “domar” Pandora y convertirla en el destino de los habitantes de un planeta Tierra que está en en plena degradación (sí, el mensaje ecologista se mantiene, aunque la veta new age por suerte está mucho más atenuada).

Los violentos invasores liderados por Quaritch (Stephen Lang) han adquirido la misma fisonomía (y las mismas habilidades, claro) que los Na’vi. Así, entre bosques arrasados, alguna secuencia propia del western (el ataque a un tren) y el avance de ese despiadado grupo comando, los Sully no tienen más remedio que huir y refugiarse en una zona de arrecifes, donde vive una comunidad muy distinta y en constante interacción con el agua. En principio, hay bastante recelo a la hora de recibirlos, pero finalmente los líderes de ese pueblo, Tonowari (Cliff Curtis) y Ronal (Kate Winslet), aceptan darles asilo y enseñarles a sobrevivir en ese entorno marino.

Y es entonces cuando Cameron nos sumerge (literalmente) en un universo en el que se destacan las Tulkun, una suerte de ballenas hiper inteligentes (e hiper sensibles), a las que el director les dedica varias bellas (aunque innecesariamente extensas) escenas. Si la película en algunos pasajes puede caer en cierta sensiblería, sentimentalismo e inocencia demasiado naïve y prefabricada, en la segunda mitad el realizador saca a relucir todo el nervio, la tensión y el talento a la hora de filmar (diseñar) extraordinarias secuencias de acción. En ese sentido, El camino del agua termina siendo un espectáculo sobrecogedor, de esos que quitan el aliento y desafían todos los sentidos y la capacidad de asombro. Si no estamos ante la revolución que nos prometió Cameron, sí nos encontramos con una superproducción que no defrauda y en varios pasajes fascina. ¿Mérito menor? Para nada. En todos los complejos de la ciudad.

“Pornomelancolía”

Si hay algo en lo cual no se suele pensar cuando se piensa en el porno es en la melancolía. El movimiento constante, la piel rozando otras pieles, los sonidos incitantes, los planos cerrados sobre zonas abiertas a la sensibilidad, impulsan toda clase de emociones fuertes, pero el abatimiento o la tristeza no son usualmente de la partida. Sin embargo, Pornomelancolía, el título compuesto/neologismo del nuevo largometraje de Manuel Abramovich, no implica contradicción alguna en los términos. Por el contrario, su visión confirma que la práctica del sexo ante los ojos del mundo no excluye la posibilidad de los sentimientos melancólicos. Luego de su estreno mundial en el Festival de San Sebastián, donde formó parte del contingente de largometrajes de la Competencia Oficial, y de clausurar hace unas semanas el Festival Asterisco, la película del director de Soldado y Solar recibe un lanzamiento local en salas de cine. Una excelente oportunidad para reencontrarse con el universo de un cineasta que siempre ha mezclado las aguas del documental y la ficción, de manera que los límites entre ambas formas fílmicas resulten casi indiscernibles. En sus propias palabras: “Me interesa no definir binariamente el concepto de ficción y documental. Las mías son películas no binarias, porque justamente me gusta esa confusión, en el buen sentido de la palabra. Uno tiende a encasillar, pero lo que me interesa es ese terreno difuso, de transición, sin bordes, donde podemos poner en evidencia las ficciones presentes en lo real. Las ficciones que construimos acerca de nosotros mismos”. Tal vez la escena que abre Pornomelancolía sirva para ilustrar esa idea sobre el cine: un hombre es visto a través de un ventanal al nivel de la calle, que sigue su bullicioso curso detrás suyo. Personas, autos, conversaciones, gritos, bocinazos. La mirada de Lalo Santos, el protagonista, es intensa y de a poco la desazón y el llanto comienzan a inundar su rostro. ¿Está Lalo actuando para la cámara de Abramovich o este logró capturar esa instancia de soledad en medio de la multitud? La pregunta no tiene demasiado sentido si se la piensa un poco: el cine documental es también una construcción narrativa, y el de ficción –al menos cuando participan actores de carne y hueso– no puede sino tomar elementos concretos de la realidad.

Lalo es mexicano y tiene todo el porte del machote nacional y popular, con bigote a tono. Trabaja en una fábrica con maquinaria pesada y las conversaciones con los colegas son las clásicas y esperables. Pero cuando el resto de los trabajadores termina su turno y se retira para volver junto a sus familias, Lalo se baja los pantalones y el calzoncillo en medio de la factoría desierta, y comienza a tomar fotografías de su cuerpo, con especial énfasis en el miembro, el de ahí abajo, que luego publicará en las redes sociales. Lalo es un sex-influencer, o algo por el estilo. Un “chongo” fotogénico con miles de seguidores. Alguien que en determinado momento inicia una posible carrera en el porno industrial para volver, luego de esa experiencia, a la producción artesanal de imágenes y sonidos sexualmente gráficos, siempre para el consumo de otros. Manuel Abramovich divide los 365 días entre su Buenos Aires natal y Berlín, desde donde responde, a la distancia, las preguntas de Radar. “Mi vida está dividida entre los dos lugares y ahora tengo un proyecto en España. Pornomelancolía fue filmada en México, así que estoy siempre entre ciudades”. El director de Soldado refiere precisamente a aquella película de 2018, que seguía los días y noches de un aspirante a cadete militar durante las primeras semanas de entrenamiento en un regimiento porteño, para afirmar que “venía investigando ese concepto, el de los personajes que todos interpretamos para vivir en ciertos contextos familiares, institucionales o sociales. A veces son personajes que elegimos y otras tantas nos son impuestos. Nos podemos sentir cómodos o no dentro de esos personajes. Siempre me interesó la tensión entre el movimiento de ser persona y personaje. A partir de Soldado, además, venía pensando en la masculinidad, la idea de ser un hombre, como cierto tipo de personaje que nos imponen desde que nacemos. La definición de género como un guion que nos es dado y que tenemos que seguir. Mis últimas películas tienen que ver con eso, la masculinidad en crisis. Está Soldado, desde luego, donde la masculinidad está incluso exacerbada por el contexto, y luego dirigí en Berlín Blue Boy, protagonizada por trabajadores sexuales, inmigrantes rumanos en Alemania. Lo interesante allí es que muchos de ellos desarrollan un trabajo sexual con otros hombres, pero eso no se condice con su deseo, su orientación sexual. El trabajador sexual también es un personaje que intenta seducir a sus clientes, a una audiencia”.  En El Cairo.

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