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En pleno mundial llegan 8 películas nuevas a la ciudad

Una navideña, drama, romance, guerra, documental, todos los géneros y en el medio de la clasificación de Argentina a la siguiente fase del mundial, las distribuidoras se animan a estrenar ocho films en las pantallas rosarinas y del país. Como siempre una selección de reviews para elegir que vamos a ver al cine. Porque el cine se ve en el cine.

 

 

“Hasta los huesos”

 

La última película del realizador de El amante (Io sono l’amore)Llámame por tu nombre, la remake de Suspiria y la serie We Are Who We Are era una de las más esperadas de la 79ª edición de la Biennale de Venecia. Posiblemente ayudaba a ello la presencia de Timothée Chalamet. Y, sin perjuicio de que no puede desconocerse la “localía” del director nacido en Palermo, algo de razón había en esto último ya que, sin dudas, la estrella de Duna fue quien mejor tomó por asalto la alfombra roja de Venecia, que es todo un mundo aparte, un universo paralelo regido por otras reglas, ya que en lo que hace estrictamente a Hasta los huesos / Bones and All, Chalamet hace la suyo pero quien destaca especialmente es la protagonista Taylor Russell.

Quizás afectada por tanta expectativa, la recepción mayoritaria fue algo tibia (posiblemente bastante más de lo que esta obra merece). Si la remake de la película del gran Dario Argento funcionaba menos como obra de género que como relectura, como una manera de apropiarse del universo del giallo con herramientas muy diversas a las propias de ese género, lo que aquí sucede es -en ese sentido- bastante más lineal. Coming of age, road trip, historia de amor atravesada por el canibalismo, lo que destaca es el deslumbramiento que produce en el realizador cierta iconografía del cine (¿o no sólo del cine?) estadounidense. Queda en claro, una vez más, que el cine de género como tal no es lo que más le interesa a este director.

Guadagnino ha sabido viajar por el mundo, ha trabajado con actrices y actores de diversos orígenes, pero esta es, sin dudas, su “película americana”, su París, Texas. Con un comienzo muy potente, a sus clásicas marcas autorales (una estilización que aplica incluso a las criaturas que se mueven en los márgenes, como las que habitan este film) se impone el viaje por el Estados Unidos profundo, ese que se encuentra lejos de ambas costas oceánicas. El encuentro de los desclasados puede dar nacimiento a una historia de amor (algo que la excesiva y redundante música de Trent Reznor y Atticus Ros no termina de arruinar), pero la búsqueda de los orígenes y la huida los llevan por una deriva en la que los paisajes, los cambios de luz y las rutas que se extienden hasta el infinito toman por asalto la pantalla.

¿Qué es lo que verdaderamente nos compone y distingue? ¿Cuáles son los límites que podemos o decidimos respetar? Eso parece preguntarse Guadagnino en esta historia de amor que recorre los Estados Unidos. La irrupción de la antropofagia (pulsión de una raza especial, de una tribu, de los infectados o quizás de los mutantes mejor preparados para el futuro que se avecina, no lo sabemos) nos regala unos cuantos logrados momentos gore y, posiblemente, una mirada particular sobre la sociedad norteamericana. En todos los complejos de la ciudad.

 

 

“El dilema de Mr. Haffman”

“Fue un error ofrecerle esta tienda. Antes no tenía nada, ahora quiere todo”, le dice Blanche Mercier (Sara Giraudeau) a Joseph Haffmann (Daniel Auteuil) cuando cumple con la rutina, instalada hace meses, de llevarle una bandeja con comida al sótano que opera como refugio ante los nazis que, en plena ocupación parisina, buscan sacar a todos los judíos de la ciudad.

La frase está a tono con un film que va desplegando capas cada vez más oscuras, hechas de ambición y sed de confort y reconocimiento, de François Mercier (Gilles Lellouche), el marido de Blanche y a quien Haffmann, cuando pensaba huir de la ciudad ante la persecución insostenible, le cedió el control de su joyería. Un empleado a priori fiel y leal, pero cuya fidelidad y lealtad el contexto pondrá a prueba.

La idea del señor Haffmann era huir durante la noche, no sin antes entregarle –papeles mediante– el negocio y su casa a su empleado. El problema es que los controles en la estación son tan férreos que imposibilitan cualquier intento de viaje. Ante eso, el joyero vuelve a su ahora “ex” casa para refugiarse, al tiempo que François empieza a cumplir su sueño de presentar diseños propios, congraciándose además con las cúpulas invasoras.

El guionista y realizador Fred Cavayé vuelve a la Segunda Guerra Mundial para un relato que construye sus tensiones mediante interacciones nunca forzadas, eludiendo además los lugares comunes de las películas basadas como esta en obras teatrales. Porque quizás el dilema no sea tanto el de Haffmann como el de Mercier, un hombre que lentamente empieza a mostrar una faceta irreconocible para su ex empleador. Los chantajes, los juegos verbales y las manipulaciones están a la orden del día en este film que muestra cómo la monstruosidad puede estar donde menos se la espera. En el Cine del Centro.

 

 

“Matadero”

¿Es posible que el debate que propone Matadero esté ya superado? En su película, Santiago Fillol ha trasladado a la pantalla algo que lleva años desarrollando en el terreno del pensamiento cinematográfico. Su libro Historias de la desaparición era una investigación sobre el fuera de campo a partir de la obra de cineastas como Jacques Tourneur o David Lynch, y de escritores como Franz Kafka. En sus clases –comparto con Fillol la docencia de una asignatura en la Universidad Pompeu Fabra–, indaga también en este tema, en la tensión entre lo visible y lo invisible, pero sobre todo ahonda en los límites de lo no mostrable. Mataderoretoma todo esto mediante una obra de ficción que contiene en su interior otra película, El matadero, que un cineasta estadounidense quiere rodar en la convulsa Argentina de los años setenta. Del film dentro del film apenas intuimos sus imágenes a través del rostro de Vicenta, una mujer mayor que estuvo en aquel rodaje y que en el tiempo presente permanece en el patio de butacas de un cine para ver aquella película cuya violencia experimentó años atrás.

En Matadero, el horror se escucha, se intuye en un contraplano; como dice a menudo Fillol sobre la mazorca de Santuario de William Faulkner, permanece plegado entre las imágenes y sonidos de la película. De nuevo: ¿es este un debate superado? ¿O quizá sea necesario volver de nuevo a plantear dónde están los límites de lo que se puede mostrar? ¿Acaso Matadero no tiene una raíz en lo contemporáneo, en su mirada crítica sobre un cine que todavía se plantea cómo abordar la verdad? El nuevo trabajo del codirector de Ich bin Enric Marco indaga así en los límites de lo representable, pero hay en ella otros límites, los de la producción. Deudora de la serie B en el plano estético y argumental, en Matadero el dinero es algo concreto, que determina no solo las distintas clases sociales sino el propio devenir del rodaje en el que los protagonistas se encuentran inmersos. En todo caso, cabe apuntar que todo este poso teórico no convierte la película en una obra opaca, entre otras cosas, porque Fillol juega la carta del cine de género. Vicenta, la protagonista, aparece en la trama ambientada en el pasado como una joven impulsada por el deseo de rodar algo diferente, ajeno al “cine costumbrista” predominante en la Argentina de la época. Y el propio Fillol se aleja de los mimbres del cine abiertamente político. Es más, la premisa de Matadero se asemeja sobre todo a la de Cigarette Burns, aquel episodio de John Carpenter para la serie Masters of Horror sobre una película perdida, rodeada de misterio y violencia.

En Matadero hay una voluntad de pensar en tiempos que se solapan: la actualidad, la Argentina de los años setenta y la de mediados del siglo XIX. Todo comienza en la actualidad, cuando Vicenta se dispone a ver aquella película que nunca nadie antes vio por la crueldad (y la verdad) de sus imágenes, sobre la rebelión de los trabajadores de un matadero ante sus patrones. El grueso de la película discurre en los años setenta, durante el rodaje de aquel film maldito y en un momento de represión. Y de fondo resuenan los ecos de El matadero, el cuento de Esteban Echeverría de 1938, que la película dentro de la película está adaptando. A partir de esta amalgama de tiempos, Matadero expone una serie de tensiones: entre el forastero y los locales, entre un cineasta y un grupo teatral formado por jóvenes revolucionarios, que tienen además sus propias contradicciones: ellos quieren luchar por los derechos de las clases más desfavorecidas, pero no pueden evitar ostentar sus privilegios. Hay dos escenas que evidencian esta tirantez. La primera se da cuando uno de los trabajadores quiere dormir en el cobertizo con el grupo de teatro, chicos de buena familia que le niegan la entrada al lugar aduciendo que es “para los actores”. El joven (Gustavo Javier Rodríguez), enjuto y de ojos saltones, responde que él también actúa y pone así en jaque el supuesto espíritu revolucionario del grupo. En otro momento, están rodando una escena en la que los jornaleros se paran encima de una mesa, amenazan a los dueños de la estancia y finalmente se les mean encima. Alentado por el director de la película, el chico de ojos saltones se orina realmente sobre una de las actrices. Cuando ella le acusa, él sonríe, pícaro, orgulloso quizá de haber otorgado algo de verdad a su actuación.

He aquí otra tensión, entre la pulsión más teórica de la película y la más sensorial. “Las vacas mueren de verdad. La sangre es de verdad”, dice al comienzo de la película el director Jared Reed. Matadero se interroga sobre cómo el cine puede aprehender lo verdadero. Reed se empeña en que las tensiones de la pantalla sean reales, en que el orín y la sangre sean de verdad… y así hasta llegar al final. Ahora bien, como decía, Matadero no se maneja únicamente en el terreno de lo teórico. Los primeros planos de aquel chico, que para el director Reed podría ser una suerte de ragazzi di vita, devienen los momentos más sublimes de la película. En una escena, el joven, parado a la salida de la estancia, está iluminado por el sol, y sus ojos parecen faros, grandes y luminosos. De repente, nos viene a la memoria otra imagen: la de Yo anduve con un zombi, de Jacques Tourneur, genio indiscutible de ese fuera de campo sobre el que Fillol ha escrito y sobre el que ahora piensa a través de las imágenes. En Cinépolis.

 

 

“Legiones”

Antonio Poyju, un chamán y brujo que se autodefine como “intermediario entre mundos”, está encerrado en un manicomio contra su voluntad. Después de una revelación y una charla con el más allá, se entera de que su hija está siendo amenazada por un demonio que quiere sacrificarla para liberar un mal sobre el mundo. Para salvarla, debe escapar de la institución y lograr que su incrédula hija vuelva a creer en los poderes de su padre. En Legiones, Fabián Forte logra crear una atmósfera enrarecida y de amenaza permanente, valiéndose del mundo fantástico que construyó. Con secuencias terroríficas y una confianza plena en sus personajes, se sumerge sin pudor en las aguas del cine de género más sangriento y sale airoso. Una película que, como afirma la placa inicial, está repleta de cosas terribles y rodeada de fuerzas inexplicables. En el Showcase y Hoyts.

 

 

“El Coso”

Pintores, curadores, historiadores, fotógrafos, marchands y músicos tantean la estela singularísima de Federico Manuel Peralta Ramos (1939-1992) en El coso, nuevo documental de Néstor Frenkel. Unívoco y tautológico como el huevo gigante que instaló en el Instituto Di Tella en la década de 1960, el artista porteño dejó una tierna impronta metafísica en la más variada gama de manifestaciones: cuadros, poemas, esculturas, canciones, performances y hasta una serie de insólitas apariciones en el programa de Tato Bores.

Emblema de bordes redondeados, Peralta Ramos fue un personaje fundamental de la vanguardia argentina cuyo mayor mérito fue hacer de la radicalidad una extraña forma de inocencia. Su genio eléctrico se camuflaba en una figura aparatosa y bonachona que daba la apariencia de un niño eterno, un bebé crecido de traje y corbata.

El coso transita la superficie de ese enigma simple con forma de documental clásico: obras, testimonios, documentos, imágenes y videos de archivo vuelven a pegar los pedazos frágiles de la esfera Peralta Ramos, quien comparte excentricidad genuina con otros retratados de Frenkel como René Lavand o la banda Reynols.

“Cosmólogo metafísico”, “psicodiferente”, “acuariano rubio y de ojos celestes”, “niño mal de familia bien” o “energúmeno que pintaba” son algunas de las definiciones que rodean el retrato, encarnación imposible que Peralta Ramos matizó con rotunda ligereza.

Su pulcra caligrafía, los recitados dadaístas en televisión abierta o las instantáneas en que se muestra como presidente absorben el origen aristocrático como otro elemento del conjunto, aunque quizás su obra estuvo secretamente dedicada a refutar esa base antipática.

Patito feo de familia encumbrada, “Federiquito” cultivó de joven el polo y la esgrima, y se recibió de antropólogo urbano para abandonar pronto ese destino lineal por una certeza vacía, un gesto de absoluta entrega a sí mismo. “Un artista es un transmisor de vida”, decía.

En un mundo reñido por dualidades, Peralta Ramos evadió el lastre de ser elitista o popular; más bien desactivó esas tensiones en una performance continua que El coso repasa con perplejidad cómplice: su rutina de sentarse en un bar a comer tomates, el despilfarro de una beca Guggenheim en una comilona con amigos, y la muerte después de comerse 16 medialunas enlazan placer y tontería, abismo y amor.

“Tengo un algo adentro/ que se llama coso”, cantó el artista en un disco que se vendió en farmacias, y El coso saca ese ser a la luz sin disipar su esencia. En el Cine Lumiere.

 

 

“Juego perfecto”

Quizá haya demasiadas cosas en la segunda película del actor de Gladiador como director. Tras Camino a Estambul (o The Water Divine, 2014), Russell Crowe vuelve a dirigirse a sí mismo.

Porque ¿qué hay en Juego perfecto (Cara de póker es el titulo original, bastante más sutil y enigmático, también)? Suspenso, drama, algo medio telenovelesco, traiciones varias, intentos de robos, de envenenamientos y siguen los rubros.

Hay un prólogo en el que cinco chicos, presumiblemente por fines de los ’70, ya están obsesionados con el juego de póker. Están al aire libre, cerca de un acantilado, y cuando llega otro muchacho, la cosa se desmadra, por esas cosas del juego.Salto en el tiempo. Jack Foley (Crowe) hoy es un extra mega multimillonario, con cara de preocupación. No es que no sabe si comprar o no bonos argentinos, sino que hay algo, no lo revelaremos, aunque se sabe muy pronto, suficiente como para que el actor de Una mente brillante tenga una expresión compungida. Es un magnate tecnológico, y tras un encuentro con un gurú o shaman (el australiano Jack Thompson, a los 82 años, algo irreconocible), que le da algo que será im-por-tan-tí-si-mo a Jack, el protagonista está listo. Para hacer lo que tenga que hacer. La cosa es que Jack llama, después de mucho tiempo sin ver a varios de ellos, a los amigos del comienzo, los del prólogo. Quiere hacer una reunión, con bastante secretismo. A nadie le fue mal: Alex (Aden Young) es un escritor famoso, Paul (Steve Bastoni) es un político en el poder, Drew (el también músico RZA), un empresario. Bueno, la oveja negra del grupo es Mikey (Liam Hemsworth), al que las cosas no le han salido bien. Reunidos en la mansión de Jack en las afueras de Sydney, Australia, el anfitrión les hace una propuesta: pueden quedarse con el auto en el que llegaron (se los regala, cada uno valuado en un millón de dólares), o perderse el obsequio, pero pasara a jugar con US$ 5 millones en una ronda de Texas Hold ‘Em, un aversión del juego de póker.

Antes de que piensen en El menú, reciente estreno en el que el chef que interpreta Ralph Fiennes invita a 12 comensales a comer a una isla desierta, y uno se huele a que algo está cocinando entre manos, Juego perfecto se olvida del adjetivo de su título en castellano y muestra las cartas casi de inmediato.

En el elenco también está Elsa Pataky, cuñada de Liam y esposa de Chris Hemsworth, en un breve papel y, si se quedan a ver los créditos finales (9 minutos en una película que dura 94), escucharán una de las cuatro canciones que Russell Crowe escribió para su filme. Porque tenga o no cara de póker, la película es toda de Crowe: dirige, escribe, actúa y compone canciones. Lo antedicho: tal vez son varias las cosas que maneja el neozelandés. Una reflexión final. ¿Liam Hemsworth no tiene 26 años menos que Russell Crowe? ¿Cómo puede hacer de su amigo de la infancia, y que nos hagan creer que son de la misma generación?

 

“Noche Sin Paz”

Esta película es como las sandías de los supermercados: insulsa, con sabor a nada. Veamos qué tiene de atractivos como para ir a ver Noche sin paz, la comedia de horror con David Harbour (Stranger Things). Obviamente que si en vez del actor que interpreta a Jim Hopper hubieran llamado a Millie Bobby Brown, el efecto en la taquilla hubiera sido distinto. Pero hasta donde se sabe, Papá Noel es un hombre. Ah, porque otra de las cosas que son necesarias, casi imprescindibles para ver y/o entender Noche sin paz, es creer en Papá Noel. Harbour es Papá Noel, un tipo que se está tomando un descanso en un bar. Bebe a lo loco, y cuando surca el cielo con su trineo y sus ocho renos, vomita sin preocuparse si le cae a la dueña del bar, que miraba -extasiada hasta ahí- al Señor de los regalos. Pero a no confundirse: no es Noche violenta (como reza el titulo original) una película de espíritu navideño, o que sea para que los chicos la vean y disfruten. Es tremendamente gore, a partir de que Papá Noel llegue a repartir regalos a una mansión. Y allí, la dueña de casa, Gertrude (Beverly D’Angelo: está irreconocible la actriz de Hair) recibe a sus hijos y sus familias para festejar la Nochebuena. Bueno, ella no es muy de mostrar afectos, y además de tener una letrina por boca, no trata muy bien a sus familiares. Pero para saber lo que es tratar mal a la gente, hay que esperar que irrumpan los ladrones que quieren apoderarse de una millonada de dólares que estaría guardada en una bóveda de la mansión ultrasofisticada. Y la respuesta de Papá Noel. Porque este Papá Noel tiene su historia pasada, no siempre fue bueno, y ha sabido, en sus siglos de trayectoria, cómo utilizar una maza. Sí, esa herramienta para aplastar o golpear. El director noruego Tommy Wirkola, el mismo de Dead Snow y Hansel y Gretel: Cazadores de brujas, con Jeremy Renner y Gemma Arterton, pone en la bolsa de Santa Claus unas cuantas sorpresas. Ya dijimos que es no es una película con espíritu navideño, sino más de reírse de la Navidad, de Papá Noel y también de los relatos y los filmes clásicos. Nada malo en ello, salvo que lo que no sobra es ingenio, y sí abundan los cuerpos desangrados, acribillados, amputados, destrozados y todo lo que se imaginen que termine con ados. ¿Harbour? Harbour no se toma demasiado en serio ni su papel ni lo que debe decir y/o realizar -y lo bien que hace, John Leguizamo, que hace un par de semanas era uno de los comensales de El menú, es el ladrón que odia la Navidad, pero más ama el dinero. Noche sin paz desmenuza -ojo con el verbo- a una familia en la que, cuando las papas queman, muestran sus propias miserabilidades. O no. Tal vez haya algo de espíritu navideño. En todos los complejos de la ciudad.

 

 

“Historia de honor”

 

Algunos analistas -o lobbystas- de Hollywood que hablan de las películas a las que no habría que dejar de lado pensando en las nominaciones al Oscar, el Premio de la Academia, tildan a Historia de honor.

En tiempos en los que la Academia promueve la integración y la diversidad, una película que se basa en hechos reales y que encima habla de héroes y de patriotismo, bueno, seguramente a varios votantes les moverá el pulso. Jonathan Majors y Glen Powell interpretan a dos de los héroes de la Guerra de Corea, Jesse Brown y Tom Hudner. No es la de Corea una contienda bélica de la que Hollywood haya hecho muchas películas, e Historia de honor (Devotion, o sea Devoción) pone la mira en el hecho de que Brown era un piloto de aviación negro. Y no la tuvo fácil hasta llegar al reconocimiento.

Hay mucho de Top Gun: Maverick en Historia de honor. Y no solo porque repite a uno de sus intérpretes, Glen Powell, que aquí es el blanco bien pensante, el piloto que se perdió la Segunda Guerra Mundial porque se graduó un mes después de que terminó la Guerra. Así que en los años ’50 está esperando su momento de combate.

Porque ya se ha dicho: los militares están movilizados por la acción. Basta entrenamiento: quieren ir a los bifes. Y volviendo al filme con Tom Cruise, igual que en Maverick aquí hay un escuadrón de pilotos ante una misión casi suicida. También parten de un portaaviones, por lo que las escenas en las que se crispan los nervios para saber si tal o cual piloto aterriza bien, engancha en el cable en la cubierta del portaaviones, o…  Pero si hay un runrún con respecto al Oscar, como también sucede con Top Gun: Maverick, es porque aquí hay un drama, una historia que va más allá de la heroicidad. Y el que lo protagoniza es Jonathan Majors, un actor que aquí en la Argentina tal vez no sea tan conocido, pero que ha actuado en Más dura será la caída, 5 sangres, de Spike Lee, y la serie Lovecraft Country. Majors es un intérprete que se impone por su físico, pero que también sabe tocar las cuerdas dramáticas. Lo primero que se escucha, en off, fuera de cuadro, es “Sos una mierda”. El que lo dice es Jesse Brown, y se lo dice a sí mismo, ante un espejo. ¿Por qué? Porque el hombre ha anotado en una libretita todos los insultos que le han hecho por su condición racial, y que intentaron menoscabarlo. Lo mejor de la construcción del personaje es que es un tipo de carácter, pero que dentro de las paredes de su casa, con su esposa y su hijita, es un primor, y por más que marquen y remarquen que no toma alcohol mientras todos los de la Marina se emborrachan, y él toma cerveza de jengibre o un cafecito, es un humano que puede equivocarse, o no, pero que se la juega. Ese, también, es un mérito del filme de J.D. Dillard, el director de Sweatheart. Y haber incluido a Joe Jonas en un papel estereotipado (el militar blanco buen mozo que se levanta francesas) no, pero como también canta Not Alone, un tema sobre los créditos finales… En Del Centro, Showcase, Hoyts y Cinépolis.

 

 

Fuente: Otros Cines, Diego Batlle, Ezequiel Boetti, La Voz, Javier Mattio, Pablo Scholz, Clarín.

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