
El 6 de agosto de 2013, a las nueve y treinta de la mañana, Agustín todavía es un pibe de 10 años. Aún no juega al fútbol en la Primera División de Rosario Central, si no que se divierte en las inferiores del club Río Negro en Barrio Belgrano. Cursa quinto grado en el colegio Los Ángeles y duerme en la casa de su abuela, ubicada en Salta al 2100, como todas las mañanas.
Su mamá tiene un negocio a dos cuadras del departamento de su abuela. Ese día, a la misma hora, él duerme ahí mientras ellas hablan por teléfono. Son las nueve y treinta y cinco y se empieza a escuchar un ruido similar al de una turbina de avión.
El rumor que está corriendo entre los vecinos durante estos días es que en el edificio de la vereda de enfrente hay una fuga de gas. Armaron un grupo de Whatsapp para estar atentos. Ya son las nueve y treinta y seis y los mensajes empiezan a llegar en forma de alerta: “¿Salimos?”.
“Ella me despertó y me dijo que nos cambiemos, que nos teníamos que ir”, recuerda Agustín a once años de ese día en diálogo con Red Boing. “Me voy a la habitación del fondo. Estoy agachado, atándome los cordones y siento un viento que me viene a la cara”.
Son las nueve y treinta y siete y en un minuto la historia de Rosario no será la misma.
“Al instante se rompe la ventana que tengo atrás y me corta un poco la ceja. Ahí, un silencio de un segundo y en ese momento, explotó todo”, relata transportándose a las nueve y treinta y ocho de ese martes 6 de agosto de 2013.

Hoy se cumplen once años de la tragedia más grande en la historia de Rosario: una fuga masiva de gas que se podría haber evitado y que provocó el estallido y posterior derrumbe de un edificio entero, en el centro de la ciudad.
Las imágenes parecían las de los atentados de la AMIA o la Embajada de Israel. La tragedia de Rosario convertida en noticia de impacto mundial. La onda expansiva iba a alcanzar los 500 metros. Aquella tragedia se iba a llevar la vida de 22 personas, dejar más de 70 heridos y una innumerable cantidad de deudos sufrientes.
Conocemos el nombre de las 22 víctimas de ese día. Conocemos a sus familias. Conocemos sus historias. Conocemos a muchos de los héroes que trabajaron de manera incansable durante seis días para rescatar la mayor cantidad de sobrevivientes o encontrar a aquellos que seguían desaparecidos. Conocemos, en parte, a los responsables. Pero todavía nos quedan muchas caras por conocer. Caras que estuvieron ahí, de cerca, viviendo la explosión y sufriendo sus consecuencias.
Una de esas caras es la de Agustín Módica. Nació en Italia pero se vino a vivir a la ciudad cuando era muy chico. Juega al fútbol desde los 6 años y hoy es goleador de Rosario Central. Él, como muchos otros que no conocemos, es sobreviviente de la explosión en calle Salta 2141.
¿Cuántos son los que estuvieron ahí y no sabemos? ¿Quiénes son? ¿Qué sufrieron?
“Yo pasé muchas noches soñando que tragaba arena, me levantaba a la madrugada como un loco para despertarla a mi mamá”. Agustín se lamenta y detalla en primera persona cómo se viven los después de una tragedia. “Fue bastante feo, tuve psicólogos para recuperarme de ese día”.
Qué pasa en los días posteriores a una tragedia de tal magnitud. Cómo intentamos recuperar una normalidad que ya no existe, porque ya no somos los mismos, sino que estamos atravesados por la angustia, el miedo y el dolor. Si hasta nos faltan personas, ¿cómo nos volvemos a construir?
Lugares de memoria
En este nuevo aniversario se inaugura la planta baja del “Edificio Salta 2141: Espacio Cultural y Educativo de la Memoria y la Música”. Así se llama el memorial que funcionará en el lugar buscando mantener vivo el recuerdo de las víctimas.
Marcela Nissoria, esposa de Hugo Montefusco, una de las vidas que la tragedia arrebató, nos explica mientras recorremos el lugar que la cultura debe ser una forma de volver a reinsertarse socialmente. “Hay momentos donde lo único que podes hacer es respirar porque no tenés otra necesidad. Pero hay un momento en que uno empieza a transitar y quiere volver a ser un ser social, compartir momentos de placer que existían antes y que cuestan recuperar”.
Por esto mismo es que Marcela remarca la importancia que tiene colaborar en la reinserción social de quienes atravesaron el dolor de la pérdida o vivenciaron hechos traumáticos a través de la cultura -en el caso del memorial-, o con el deporte – como es el caso de Agustín-.

“Poder volver”
La frase “poder volver” se repite en muchos de los testimonios que escuchamos o nos cuentan. ¿Cómo volver a los lugares que eran nuestros antes de lo que pasó? La tragedia -que a todo se impone- nos despoja de nuestras casas, de nuestras cosas y hasta de “nuestros muertos”, como dice Anahí Salvatore, otra sobreviviente de la explosión.

Por su parte, Agustín relata sobre su abuela, mientras se muerde una uña intentando disimular la emoción que le traen los recuerdos: “Volver a su casa fue una de las partes que a ella más le gustó. De no tener nada a volver a tenerlo, fue de las cosas más lindas del momento”.
Pero volver también significa recordar, sobre todo, los silencios de ese día. Sí, se escuchaban sirenas. Sí, se escuchaban gritos y llantos. Pero también el hecho se caracterizó por su silencio ensordecedor, de ese que desespera y angustia. Así lo explica Luciano, bombero que trabajó en el rescate, mientras ingresa por primera vez al memorial: “Uno de los recuerdos más fuertes que tengo es el silencio que había en este lugar”.
Esa madrugada uno de los rescatistas se acercó a la esquina de Salta y Oroño por primera vez desde la explosión y ordenó apagar celulares y motores de todos los vehículos. Además, pidieron evitar la zona. El objetivo era poner en marcha las ondas sísmicas y así detectar movimientos bajo los escombros con la esperanza de poder rescatar a los que estaban faltando.
Es por esto que el silencio se convirtió, fundamentalmente, en un elemento descriptivo de esos seis días intensos de búsqueda. El centro de la ciudad, que siempre se caracterizó por las bocinas de los autos, los gritos de los niños, el ruido de las obras -todos aquellos sonidos que estábamos acostumbrados a que nos acompañen en nuestra rutina- se apagó en un segundo y nos dejó aturdidos ante tanta nada.

A las nueve cuarenta de la mañana, del 6 de agosto del 2013, Agustín sigue siendo un pibe de diez años que sueña con convertirse en goleador del club de sus amores. Sin embargo, se acaba de encontrar frente a frente – de la forma más literal que puede usarse esta frase – con el capítulo más trágico y triste de Rosario, la ciudad que adoptó como su hogar desde que volvió de Italia.
Hoy es 6 de agosto pero de 2024, ese chico que jugaba al fútbol en las inferiores del club barrial creció, está cumpliendo uno de sus más grandes sueños en el club canalla y, además, con él se guardó una historia que, once años después, nos quiere contar.
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