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Noviembre arranca con seis estrenos en Rosario

El director mexicano Alejandro González Iñárritu, ganador del premio Oscar por Birdman o (La inesperada virtud de la ignorancia) y Revenant: El renacido, regresó a su país (allí donde hace ya más de dos décadas se consagró con Amores perros) para rodar con producción de Netflix una ambiciosa y pretenciosa película que le sirve para saldar cuentas pendientes a ambas márgenes del Río Bravo. llega con la esperada  “Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades”, más “El ascensor del diablo”. “Sangre Vurdalak”, “La casa de los tíos”, “One Piece Film: Red” y “Little Joe, el negocio de la felicidad”.

 

“Bardo: Falsa crónica de unas cuantas verdades”

 

Larga y pretenciosa ya desde el título, la nueva película de Alejandro González Iñárritu puede significar un arduo desafío incluso para aquellos que lo consideran un poeta, un iluminado, un artista trascendente. Para quienes encuentran incómodas ciertas zonas de su cine (como es mi caso), las dos horas y media de BARDO: Falsa crónica de unas cuantas verdades resultan en muchos de sus pasajes una experiencia entre tortuosa e irritante.
Las películas de Iñárritu siempre fueron de muy extensa duración, con ambiciones nunca modestas y situaciones muchas veces extremas y provocadoras. Sin embargo, nunca había alcanzado un nivel semejante de autoindulgencia y obviedad como en BARDO, una acumulación de escenas de alto impacto, diálogos presuntuosos, bajadas de línea y “denuncias” (la idea parece ser la de sacar todos los trapitos al sol).

En BARDO Iñárritu juega a ser el Fellini de  (aunque más bien parece el Subiela de El lado oscuro del corazón) con una película que empieza con un personaje volando en la inmensidad del desierto, sigue con un bebé que al nacer no quiere vivir en ese afuera y es reintroducido en el vientre de su madre (sí, así como leen), una inundación en trenes y departamentos, la información de que Amazon quiere comprar el estado mexicano de Baja California y la reconstrucción de un hecho histórico en el que las tropas estadounidense masacran a un regimiento mexicano integrado por adolescentes. Y eso ocurre apenas en los primeros minutos, así que imaginen todo lo que viene después…

Si hay algo para reconocerle a Iñárritu es que BARDO probablemente enoje a todo el mundo. La película es un acto de humillación hacia estadounidenses y mexicanos por igual, hacia cada uno de los personajes y en cada una de las escenas. Maltratos que -según me han contado fuentes inobjetables- tambén se reprodujeron con el equipo méxicano durante parte del rodaje. El desprecio es moneda constante en la película: cuando una empleada doméstica quiere ingresar a un lugar “exclusivo”, cuando el protagonista ingresa (regresa) a los Estados Unidos y recibe un trato desdeñoso por parte de un agente (latino, claro ) que trabaja para el servicio de control migratorio. Y así podría seguir la enumeración.
No es difícil advertir las similitudes entre el Silverio Gacho (Daniel Giménez Cacho, el “Darín mexicano”, haciendo gala de un profesionalismo y dignidad encomiables para sobrellevar los despropósitos que le hace decir y hacer el director) y el propio Iñárritu. Si bien Silverio es un periodista y documentalista que desde hace dos décadas está radicado en Los Angeles y regresa a su México natal para recibir un prestigioso premio, está claro que en muchos sentidos funciona como alter-ego, vehículo para que el cineasta juegue a la autobiografía y se despache a diestra y siniestra contra políticos (el encuentro con el embajador estadounidense), la hipocresía global (no se priva de filmar a los inmigrantes ilegales que intentan cruzar la frontera hacia los Estados Unidos), medios de comunicación (la escena de la fallida entrevista en vivo) y el lugar vanidoso del artista, el éxito, la adulación y las traiciones. Todo revestido de pompa, pero que en verdad son frases que suenan como aforismos propios de una filosofía barata.

Iñárritu volvió a trabajar junto a Nicolás Giacobone luego de la experiencia conjunta en Biutiful y Birdman. Y eligió a Griselda Siciliani para interpretar a Lucía, la pareja del protagonista. Lamentablemente (y no es culpa de la actriz) no solo la hace hablar con un acento mexicano que suena forzado sino que el personaje se ve sometido a situaciones muy poco cuidadas. Es que los intérpretes de Iñárritu son meras marionetas, engranajes de una gran maquinaria que solo tiene sentido en la cabeza del autor y, en este caso, la arbitrariedad y el artificio imposibilitan cualquier tipo de empatía o conexión emocional con los personajes. Eso sí, tanto Lucía como Silverio tienen “vuelo propio”, pero en el sentido más literal de la expresión.
Es interesante comparar BARDO con Roma, el regreso a México de otro autor mexicano consagrado en Hollywood y también de la mano de la N roja. Mientras Alfonso Cuarón filmó en blanco y negro una historia personal y -salvo alguna escena puntual- con austeridad y sensibilidad, lo de Iñárritu es propio de un director presumido, con ínfulas y mucho dinero para concretar sus caprichos y dejar en claro tanto sus berrinches como sus miedos (a la vejez, por ejemplo).

Hay algunos momentos de cierta bienvenida intimidad en la relación entre Silverio y sus hijos adolescentes Camila (Ximena Lamadrid) y Lorenzo (Íker Sánchez Solano) y otros -cuando se desprende de su lugar de profeta, filósofo y artista rencoroso y misántropo- en los que aparecen planos o incluso escenas en los que Iñárritu demuestra que tiene un virtuosismo prodigioso y una dimensión como cineasta poco habituales. En ese sentido -más allá de cierto abuso del gran angular y otros lentes deformantes- el trabajo junto al gran Darius Khondji en 65mm alcanza ciertos picos artísticos que se disfrutan mucho en pantalla grande (pude ver la película en un cine), pero en definitiva son solo breves irrupciones, atisbos, excepciones dentro de una película dominada por la grandilocuencia, el subrayado, la autoflagelación, el resentimiento, el sadismo y la venganza. En los cines Showcase, Del Centro y Hoyts.

Disponible en 37 salas (primera semana) desde el jueves 3 de noviembre. Disponible en Netflix desde el viernes 16 de diciembre.

 

 

“Sangre Vurdalak”

 

 

En las primeras escenas de la película Fernández Calvete traza los parámetros de todo el relato, una historia donde el día y la noche, la luz y la oscuridad, servirán como motores narrativos y fuerzas opuestas para potenciar sus premisas. Una vieja casona servirá de campo de acción para un grupo de personajes aislados de la sociedad y que responden a las órdenes de un hombre (Germán Palacios) del que sólo detectamos algún padecer por los índices que el guion va sembrando a lo largo del metraje.

La opresión vivida en el lugar a merced de Aguirre (Palacios), quien por algún motivo que se develará más adelante, debe cuidar a su familia de un mal que puede estar tanto en el exterior como en el interior del lugar, un espacio inerte y casi muerto en el que nada es quien realmente parece ser.

Ese intra/extra contrasta con la energía del grupo de jóvenes protagonistas, y, principalmente, de Natalia (Alfonsina Carrocio), quien, atraída por Alexis (Tom CL), su “salvador”, decide que su deseo es mucho más importante, lo bien que hace, que cualquier mandato patriarcal impuesto y que le impide salir al mundo más alla de las rejas que delimitan el espacio “seguro” de todos.

Entre esos dos mundos, el del encierro, el de la casa que supo tener tiempos gloriosos y hoy se muestra como un albergue inhóspito, y el de la noche y la naturaleza que rodea la mansión, en donde la libertad es la meta y el aire que la joven necesita respirar, es que la película transita su progresión dramática, eligiendo la palabra y lo oculto, aquello que en el fuera de campo se insinua, como materia narrativa antes que la proliferación de efectos especiales y estridencias que se podrían esperar en una producción de estas características.

Tal vez esta decisión, acertada por cierto, por parte del realizador, que además escribió el guion inspirado en el relato de Alexei Tostói, adaptado libremente ya por Mario Bava, se debe al origen literario de la propuesta, en donde se le otorga, además, al espectador, la potestad para terminar de completar aquello que no se dice sobre cada uno de los personajes y sus acciones.Y si bien hay disparidad en el elenco para transmitir este punto mencionado, la notable creación de Palacios, con una lograda transformación conforme avanza la propuesta, la ajustada y potente interpretación de Carrocio, y la acertada elección de Lautaro Bettoni (quien una vez más hace de hijo de Palacios) como aquel que desea asumir un rol mucho más paternalista que su propio padre para con sus hermanos, posibilitan que la empatía con el relato se logre instantáneamente.

A destacar, una cuidada fotografía, que realza los escenarios naturales de Córdoba escogidos para el relato, son el marco ideal para profundizar en la idea del día versus la noche, el monstruo versus la bondad, la vida versus la muerte, que circundan a todos los involucrados de esta fábula rural con tintes de género. Se puede ver en el Showcase.

 

 

“El ascensor del diablo”

 

 

La historia gira en torno a un grupo de amigos cercanos que se enfrentan a un misterioso desafío que los llevará a ser arrastrados a otro mundo. Jina, amiga de Trang y Ngoc, desapareció después de una transmisión en vivo en el ascensor de un hospital abandonado. Trang, es una universitaria claustrofóbica que tiene que vencer su miedo para investigar el misterioso ascensor, que puede ser la puerta a un mundo oscuro y aterrador. Dirigida por Peter Mourougaya, “El ascensor del diablo” fue filmada casi en su totalidad en un hospital abandonado en las afueras de Vietnam, lugar famoso por muchos eventos espirituales misteriosos e inexplicables que se han dado. La peli está basada en una historia real vietnamita. El film describe el miedo de las jóvenes en la sociedad moderna: El peligro acecha al tomar el ascensor, la puerta a otro mundo. Al mismo tiempo, también es una lección para los jóvenes impulsivos: No actuar tontamente sin pensar ante desafíos peligrosos. En el Showcase, Cinépolis y Hoyts.

 

 

 

“Little Joe: el negocio de la felicidad”

 

 

Con tres años y medio de retraso (su estreno mundial fue en el Festival de Cannes 2019, donde Emily Beecham ganó el premio a Mejor Actriz), llega a 8 salas argentinas este film de la directora de Inter-view, Lovely Rita, Hotel, Toast, Lourdes y Amour fou. Planteada como una meditación sobre la alienación moderna y la dictadura de la felicidad, esta magnética película exprime todo el potencial de ambigüedad del género fantástico.

En lo que podría verse como un cruce entre La tiendita del horror y La invasión de los usurpadores de cuerposLittle Joe: el negocio de la felicidad cuenta la historia de una empleada de una compañía de ingeniería biológica (Emily Beecham) que se dedica a “cosechar” plantas perfeccionadas genéticamente. Su nueva creación es una imponente flor violácea que, a cambio de unos delicados cuidados, proporciona a su dueño una sosegante, casi anestesiante, sensación de bienestar. Este proyecto ocupa todo el tiempo de la protagonista, hasta tal punto que acabará trastocando su relación con su hijo pequeño, Joe (Kit Connor).

Planteada como una meditación sobre la alienación moderna –y aportando una mirada crítica sobre los límites éticos de la manipulación genética–, Little Joe se aproxima a los códigos de la ciencia ficción para proponer una serie de interrogantes acerca de las pulsiones esenciales de la naturaleza humana: el instinto de supervivencia, el deseo de reproducción, el anhelo de una apacible y armónica vida en comunidad. ¿Qué nos dice sobre nuestro mundo una película en la que una flor despierta más emociones y cuidados que cualquiera de los personajes humanos? Hausner presenta este universo desalmado, de colores fríos, a través de una puesta en escena que, lógicamente, se decanta hacia un distanciamiento gélido, hacia las composiciones diáfanas en las que los (pocos) personajes de la función parecen esquivar el contacto físico, personal, emocional.

Sobre este inquietante escenario, la austríaca Hausner compone una celebración del potencial enigmático del cine fantástico a través de la exploración de las dialécticas de lo posible y lo extraordinario, lo lógico y lo irracional. Un verdadero tour de force de ambigüedad, Little Joe lleva al extremo la posible doble lectura de la trama: una que aceptaría las coordenadas fantásticas del relato y otra que apuntaría a la interpretación racional de los acontecimientos, invocando un supuesto trastorno mental de la protagonista (sus visitas a la consulta de una psicóloga reafirman esta posibilidad).

Estamos ante una nueva muestra del juego que llevaron hasta lo sublime films como Suspense, de Jack Clayton; o El protegido, de M. Night Shyamalan, entre tantos otros. Es a través de este mecanismo de dobles lecturas, de relatos paralelos, de imágenes polisémicas, que Little Joe enriquece su turbador retrato de una realidad vaciada de humanidad, un mundo en el que la felicidad deviene un mandamiento autoritario, un universo espeluznantemente parecido al nuestro.  En los Cines del Centro.

 

 

“One Piece Film: Red”

 

 

Uta, la cantante más querida del mundo cuya voz ha sido descrita como “de otro mundo”, es famosa por ocultar su propia identidad cuando actúa. Ahora, por primera vez, se revelará al mundo en un concierto en vivo. Con la Marina observando de cerca, el lugar se llena de fanáticos de Uta, incluidos piratas emocionados y los Sombreros de Paja liderados por Luffy, que simplemente vinieron a disfrutar de su actuación sonora, todos esperando ansiosamente la voz que todo el mundo ha estado esperando para resonar. La historia comienza con la impactante revelación de que ella es la hija del enigmático Shanks. Dirigida por Goro Taniguchi (Code Geass) RED es la 15° película de One Piece, la franquicia japonesa más antigua.  Cuenta con un elenco conformado por Mayumi Tanaka, Shûichi Ikeda, Hiroaki Hirata, Kaori Nazuka. Se puede ver en el Showcase, en el Hoyts, en Cinépolis y en el Monumental.

 

 

“La casa de los tíos”

 

 

Mariano viaja desde Rosario a Río Ceballos para vaciar la casa abandonada de sus tíos. La última en morir fue su tía Hilda, hace unos ocho años, y desde entonces la propiedad quedó cerrada con todas sus pertenencias adentro. Lo acompañan sus hijos Martín y Olivia. Juntos comienzan a desmantelar pacientemente la casa y a hacer del momento también un espacio de juegos y de conversaciones sobre el pasado y el presente de la familia. La tarea lo lleva a revivir recuerdos felices de la infancia, pero también, a reencontrarse con el costado doloroso del país: sus primos, Pepe y Migue, ambos militantes del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), fueron asesinados a comienzo de los años 70, siendo Migue uno de los muertos en la Masacre de Trelew, sangriento preludio para la dictadura cívico militar del 76. La casa cerrada en el tiempo, con sus cuadros, sus percheros con sombreros y las fotos de los hijos ausentes, se abre, como Mariano, para ser testigo material de un pasado que como olas llega a nuestro presente, recordándonos quiénes somos para reconsiderar hacia dónde vamos. En el Arteón y en El Cairo.

 

 

Fuente: Otros Cines, Diego Batlle, Manu Yáñez, Escribiendo Cine, Industrias Creativas Santa Fe.

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