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Tres estrenos el último jueves del año

Llega otro retrato de Elvis con la sensibilidad de Sofía Coppola girando alrededor de la figura de su pareja emblemática. Llegan también “La secta del Himalaya” y la argentina “No va más, el diablo no juega a los dados”. Aquí, como siempre una selección de reviews para elegir que ir a ver al cine, porque el cine se ve en el cine.

“Priscilla”

Referir a la exquisita sensibilidad de Sofía Coppola parece a esta altura casi una redundancia ¿Quién sino ella podía encontrar el tono para narrar la auto-construcción de ese gran personaje que es Priscilla Presley? El desafío de acercarse a una historia que todo el mundo en alguna manera conoce (o cree conocer) y respetar la mirada, el punto de vista, de su protagonista no es para cualquiera. Si tomamos en cuenta que, por acción u omisión, en pantalla o fuera de campo, la figura de Elvis es ineludible, la magnitud de la empresa y el desafío se agigantan.

La directora de Las vírgenes suicidas y Perdidos en Tokio construye una biopic que, sin constituir una subjetiva de su protagonista, adopta su punto de vista. La voluntad es menos juguetona que en María Antonieta, pero sin dudas su propuesta es más desafiante. Es que lo que decide contar la realizadora es el paso a la adultez, el crecimiento de Priscilla, desde el momento en que en Alemania, con algo menosde 15 años, conoce a Elvis, hasta su casamiento y separación. Y ello conlleva la necesidad de hacer foco en una parte de la historia habitualmente eludida por quienes no pueden escapar del influjo estelar de la gran e indiscutida estrella planetaria.

Meterse con una figura de estatura mitológica no es fácil. Como sucede en otro campo con Maradona, a Él todo se le perdona y los ojos se dirigen piadosamente hacia otro lado frente a los (perdón por el eufemismo) “deslices”. Desde el encuentro en la misión militar en Alemania donde la familia de ella y el propio Elvis están destinados, hay algo incómodo y no del todo dicho (salvo por el padre de Priscilla) en relación con la diferencia de edad. Como la mirada es la de Priscilla, el entusiasmo, el flechazo amoroso hace que ese elemento quede algo en penumbras frente a lo que es una búsqueda de libertad, de emancipación de la casa paterna, de lucha por el amor. Sin embargo, el tono sombrío que caracteriza la fotografía de la película adelanta esa incomodidad, esa impertinencia que con el paso del tiempo se irá profundizando, haciéndose más evidente.

Sin estridencias, a medida que avanza la trama la manipulación muta en subestimación, y el maltrato psicológico se instala para dar lugar, incluso, a algún episodio de violencia física. Elvis (Jacob Elordi) ocupa casi tanto lugar en la pantalla como Priscilla (Cailee Spaeny), pero el punto de vista es el de esta última. El guion de Sofía Coppola se basa en el libro de Priscilla Elvis and Me, pero pone menos el acento en lo anecdótico, escapa al morbo de hacer foco en los asuntos que más comidillas han generado para seguir el proceso interno que lleva a Priscilla Beaulieu a transformarse en Priscilla Presley (construcción definitiva que la acompañará incluso luego del divorcio). A la directora no le interesa ese costado un poco estúpido que mide las biopics por cómo los actores y actrices “sacan” a los personajes. Lo suyo nada tiene que ver con la vacua imitación o la búsqueda de la mímesis.

Esa decisión de no presentar a Elvis como el contendiente o enemigo, afecta aún más a su figura. No hay ensañamiento en la mirada, pero ni la natural empatía de Sofía Coppola con todo lo humano puede con esa sucesión de situaciones horribles que habitualmente se le perdonan al ídolo. A diferencia del Elvis de Baz Luhrmann, aquí la figura del Coronel sólo es una voz (que ni escuchamos) en el teléfono. No vemos a Elvis casi cantar (miran juntos una muy pequeña parte de su actuación televisiva o toca el piano en su casa) y sus inigualables movimientos sólo son esbozados, lo vemos practicando o de espaldas unos instantes en un show.

A Sofía Coppola no le hace falta alzar la voz para mostrar el lado B de la historia, esa que, pese a ser conocida, usualmente decide olvidarse. Lo más terrible y doloroso es que Priscilla es, también, una historia de amor.

Fernando E. Lima. En todos los complejos.

“La secta del Himalaya”

Por razones de fuerza mayor, un matrimonio y su hija pequeña deben alquilar la casa que habitan para mudarse a un departamento. Una premisa común y corriente, que no podría generar mayor conflicto que pactar los tiempos de contrato y la moneda en la que se va a efectuar la operación. Y sin embargo, los responsables de La secta del Himalaya son capaces de construir a partir de ahí una película escalofriante en más de un sentido.

Ning (Nittha Jirayungyurn), Kwin (Sukollawat Kanarot) y la pequeña de siete años, Ing (excelente Thanyaphat Mayuraleela) se mudan al departamento de la primera, mientras dejan su espaciosa casa a una doctora jubilada y a su hija. Ning empieza a sospechar que algo raro pasa cuando su marido, que estaba en contra de la operación, acepta gustoso que ocurra. Al mismo tiempo, una vecina le avisa que en el lugar ocurren fenómenos cercanos a la magia negra y al ocultismo. Muy pronto Ning descubre que el culto está detrás de su hija.

La secta del Himalaya -imaginativo título local que no tiene casi nada que ver con la película y que se justifica brevemente recién en los últimos 20 minutos- acierta en no quedarse solamente en la fórmula de “culto demoníaco que va detrás de una familia de bien”, sino que dosifica información y suspenso de manera efectiva, para tener siempre una vuelta de tuerca bajo la manga. Lo que comienza como una anécdota menor va enrareciéndose de a poco. Y aunque la atmósfera es inequívocamente inquietante, el guion también se da tiempo para desarrollar los lazos familiares, que al final son lo único que importa y, curiosamente, terminan siendo los que marcan el diferencial, dándole vida y profundidad al relato y a sus protagonistas.

Con el punto de vista puesto en la desesperación de la madre por averiguar qué sucede, mientras intenta proteger a su única hija, avanza la película hasta su primera mitad. Pasado este momento, cuando el suspenso ha llegado a su pico máximo y el espectador piensa que ya tiene todas las respuestas, el guion decide volver sobre sus pasos y mostrar lo ya visto desde la óptica del padre. De esta manera, se asiste a una versión muy distinta a lo mostrado hasta ese momento, y que será clave para una conclusión por fuera de los convencionalismos que podría tener la misma historia, pero contada bajo un prisma comercial estándar. Luego, un último giro cerca del final aportará nuevos elementos (necesarios, pero menos atractivos que los anteriores), y abrirá otros caminos que terminarán completando un rompecabezas, simple en su figura, pero complejo en la unión de sus piezas.

No es intención del director y guionista Sophon Sakdaphisit apelar al sobresalto, ni siquiera al terror de fórmula, más bien la búsqueda está en bucear en la imprevisibilidad de las relaciones humanas, e imaginar lo que cada uno sería capaz de hacer para sobreponerse a la tragedia. Y en ese cúmulo de decisiones radica un miedo mucho más profundo y sobrecogedor que en el filo del machete de cualquier asesino enmascarado con traumas infantiles.

Guillermo Corau. En el Showcase, Hoyts, Cinépolis y Monumental.

“No va más, el diablo juega a los dados”

Dos hombres, Pancho y Eduardo, se mueven en un espacio lúgubre, derruido, suerte de símbolo de la llegada de un sismo que arrasó con todo a su paso. Ellos mismos, con su caminar frenético y sus conversaciones viscerales, también son fruto de un contexto en el que no hay lugar para otra cosa que no sea la desolación absoluta, el vacío.

Por lo tanto, la única herramienta que encuentran para sentirse en control de sus vidas es, precisamente, la de ejercer control sobre un tercero. Así, la dupla secuestra a un empresario con el objetivo de obtener un dinero que podría ponerle fin a los conflictos insoslayables de sus vidas signadas por las privaciones.

No va más, el diablo no juega a los dados es, ante todo, el registro de un acto desesperado y de cómo una elección puede torcer el destino de todos los involucrados, desde quienes parecen dominar la situación hasta el que es sometido. El largometraje que Alex Tossenberger comenzó a gestar a partir de una idea del recordado actor, director y docente de teatro Julio Ordano, parte de la colisión de dos bandos. Por un lado, vemos a quienes sucumben al camino fácil con la culpa sobrevolándolos y, por el otro, a quien habría perdido la empatía en esa burbuja de confort.

La propuesta maniquea recuerda, en ciertos momentos, a 4×4, el thriller de Mariano Cohn que, a partir de un robo que sale mal, va desnudando dos realidades antagónicas que convergen en un escenario claustrofóbico. Sin embargo, en el film de Tossenberger no se logra mantener la tensión inicial, más bien se opta por diálogos en los que se percibe un intento de escarbar en el pasado de esos individuos (y en qué los condujo a ese presente en el que todo es extremo), pero no se logra eludir frases hechas o intercambios ominosos que nos van adelantando que ninguno de ellos es quien verdaderamente dice ser, que ninguno se conoce tanto a sí mismo.

En este punto, el personaje interpretado por Carlos Kaspar oficia de titiritero, alguien que sabe qué botones activar para que Pancho y Eduardo empiecen a exponerse, a perder ese control que les garantizaba ser los dueños de su realidad y ya no estar a merced de las circunstancias.
La previsibilidad con la que se va desarrollando ese juego de gato y ratón atenta contra esa idea primigenia de acercar al espectador a esos tres protagonistas y ponerlos de cara a sus mundos contrapuestos, ya que se priorizan vueltas de tuerca que responden más a una fórmula que a una necesidad de innovar dentro de un relato amparado en el thriller que, justamente, inquieta en contadas ocasiones.

Si el largometraje se recupera de secuencias anodinas es porque tanto Kaspar como Carlos Portaluppi y Marcos Montes les imprimen vigor a esos personajes que nunca se mueven de ese espacio excluyente en el que las traiciones, el miedo a perderlo todo y la volatilidad se cristaliza en giros de timón efectistas. No va más, el diablo no juega a los dados es el exponente de cómo una buena premisa solo puede llevar hasta cierto punto. Luego, hay que sostener el concepto original, punto en el que el largometraje languidece.

En el Hoyts. Milagros Amondaray.

Fuente: Otros Cines, La Nación.

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