
DC aterriza con The Rock en el traje de “Black Adam”, Depp con “El fotógrafo de Minamata”, una peli romántica francesa, una que llega desde Grecia, Juan Minujín con “El suplente” y el documental “1982 La Gesta”. Aquí como siempre una selección de reviews, trailers y donde ver cada una, porque el cine se ve en el cine.
“El suplente”

Lucio Garmendia (Juan Minujín) forma parte del mundillo académico e intelectual porteño, uno de esos referentes que están siempre atentos al nuevo concurso en Letras de la UBA o a la más prestigiosa actividad cultural. De hecho, en la primera escena lo vemos participar de una presentación literaria, donde termina charlando con Martín Kohan (recuérdese que el escritor fue coguionista de La mirada invisible)…
En medio de una coyuntura laboral y afectiva que no parece ser la mejor ni la más estimulante, ya que se ha separado de Mariela (una desaprovechada Bárbara Lennie) y mantiene una relación bastante tensa con su hija Sol (Renata Lerman, hija del director en la vida real, toda una revelación), porque ella se resiste a hacer el ingreso al exigente colegio al que su padre aspira que entre, tomará una decisión que le modificará sus hábitos, su rutina, su seguridad y hasta sus prioridades: tras perder una cátedra en la UBA, acepta ingresar como maestro suplente de Literatura en un secundario ubicado en las cercanías de la Isla Maciel (si el trabajo en los exteriores de esa zona marginada es notable, el uso de los interiores de un colegio porteño demasiado coqueto le quita algo de verosimilitud).
Lo cierto es que Lucio, el típico progre culpógeno y bienintencionado aunque también bastante testarudo, irá en principio con su propuesta (leerles un poema de Juan Gelman, por ejemplo), pero se encontrará con una realidad bien distinta a la del micromundo porteño: violencia, drogas, cansancio, déficit de atención. Así, deberá reorientar sus objetivos y sus planteos: escuchar y observar más que hablar.
Aunque Lucio es el protagonista absoluto y dueño del punto de vista del relato, lo veremos interactuar con su padre Roberto, “El Chileno” (Alfredo Castro, figura omnipresente en el cine argentino), quien pese a sus crecientes problemas de salud y enfrentamientos con narcos y punteros de la zona, se empeña en sostener un comedor para 100 personas. Sin embargo, si de coprotagonista se trata, en verdad hay que buscarlo en Dilan (un convincente Lucas Arrua), un pibe que pese a ciertas reticencias inicales se convierte en el alumno favorito de Lucio. Pero, claro, Dilan está inmerso en la problemática del lugar y su vida está amenazada por los matones de la Isla. A Lucio no le quedará otra que involucrarse (arriesgarse) de una manera que jamás había previsto ni mucho menos experimentado. En papeles secundarios aparecen Clara (María Merlino), una profesora de Biología con más experiencia en el mismo colegio que le enseña algunos trucos (y con quien tendrá algún encuentro íntimo) y Amalia (Rita Cortese), la rectora que no parece tener demasiados escrúpulos ni paciencia a la hora de manejar la densidad cotidiana del establecimiento.
La película, que de manera inevitable genera comparaciones con Entre los muros y El atelier, ambas del francés Laurent Cantet, va del drama familiar (es muy buena la dinámica entre Lucio y Sol y la relación maestro-alumno) al thriller con una puesta prolija (quizás demasiado). Es que por evitar maniqueísmos, voluntarismos, demagogias, paternalismos y excesos culpógenos, Lerman parece pisar sobre terreno demasiado seguro, cuidando cada paso que da, y eso conspira por momentos con la posibilidad de una mayor empatía e identificación.
De todas maneras, el guion coescrito por Lerman junto a María Meira y Luciana De Mello, así como ciertos hallazgos por parte del director (sobre todo en la parte final) permiten exponer las tensiones y sobre todo las contradicciones éticas propias de este viaje interior y exterior que tendrá un fuerte impacto emocional y cambiará por siempre sus perspectivas y, en definitiva, los caminos de su vida. En el Showcase y en Cinépolis.
“Black Adam”

Algún día se iba a dar. Dwayne “The Rock” Johnson debutó como superhéroe y, en este caso, como antihéroe dentro de la factoría Warner/DC. El problema es que lo hizo con una película que carece de ingenio y simpatía, precisamente las características que lo elevaron a la categoría de estrella y lo convirtieron en la figura mejor paga de Hollywood.
También sorprende que el realizador de semejante despropósito que acumula varios de los peores males del cine contemporáneo haya sido el catalán Jaume Collet-Serra, un sólido artesano que ha dirigido títulos como La casa de cera, La huérfana, Desconocido, Non-Stop: Sin escalas, Una noche para sobrevivir, Miedo profundo, El pasajero y otro film protagonizado por La Roca comoJungle Cruise. O sea, de buenos exponentes clase B a un par de ampulosos y huecos blockbusters recientes.
El prólogo está ambientado en el 2600 a.C. en la ciudad de Kahndaq, donde un tirano toma el poder en un próspero reino que remite al egipcio. De allí provendrán un MacGuffin muy marveliano (una corona hecha con un poderoso material denominado Eternium) y la figura de Teth Adam (así lo llaman a Black Adam durante buena parte de la película), quienes reaparecerán en la actualidad en una ciudad dominada por mercenarios y marcada por la violencia.
Hasta allí viajarán también varios integrantes de la Sociedad de la Justicia de América (SJA), algo así como los primos desfavorecidos de los Avengers: Hombre Halcón / Carter Hall (Aldis Hodge), Átomo / Al Rothstein (Noah Centineo) y Doctor Fate / Kent Nelson (un desaprovechado Pierce Brosnan que parece actuar todo el tiempo con el piloto automático puesto) y Cyclone / Maxine Hunkel (Quintessa Swindell), quienes deberán enfrentar primero y convencer después a Black Adam de tomar los caminos del bien. Están la jefa Amanda Waller (efímero e intrascendente aporte de Viola Davis) y un pibe llamado Amon (Bodhi Sabongui) con el que parece abrirse una línea del estilo El último gran héroe, rápidamente descartada.
Hay referencias al universo de Shazam, algunos elementos que remiten a La Momia, a Indiana Jones, a Tomb Raider, obvios guiños al western (¡Hola Sergio Leone!) y muchos lugares comunes y clichés propios del subgénero de superhéroes, pero todo es de una probreza, elementalidad y superficialidad pasmosas. Lo de La Roca, en ese sentido, se parece más al Aquaman de Jason Momoa que a sus entrañables, delirantes y/o fascinantes personajes de muchos de sus films previos.
La trama jamás sorprende, engancha ni genera un mínimo de suspenso ni tensión, por lo que la película funciona como una anodina acumulación de diálogos de tono épico (muchas veces al borde del ridículo) y escenas de acción a puro diseño, mecánicas, construidas con un despliegue de CGI que de tan “espectaculares”, pirotécnicas y recargadas terminan abrumando (irritando).
Un pasteurizado, dócil Collet-Serra (en la comparación Zack Snyder parece un genio del séptimo arte) confunde adrenalina con exceso, vértigo con caos y, así, el film nunca deja espacio para la emoción, el humor ni una mínima descripción psicológica de los personajes. Es un “vamos a los bifes” y a otra cosa: set-pieces y una música omnipresente y agobiante. Pasa tan poco interesante en las algo más de dos horas de Black Adam que los espectadores seguramente terminarán comentando el “encuentro cumbre” del DCEU que se produce en la escena post-créditos. El problema, claro, es todo lo que está antes. Se puede ver en todos los complejos de la ciudad.
“66 preguntas a la luna”

La idea de narrar el reencuentro entre una hija adolescente y su padre recientemente discapacitado invita a pensar en una sucesión de golpes bajos. Nada de eso: 66 preguntas a la Luna estudia, analiza y deconstruye ese vínculo con sensibilidad y sin pegar por debajo del cinturón, convirtiéndose así en “una película sobre el amor, el movimiento, la fluidez (y la falta de ellos)”, tal como reza una placa en los créditos iniciales.
La protagonista es Artemis (Sofia Kokkali), una jovencita obligada a regresar a Atenas por una situación que nadie desea: cuidar a su padre luego de que este fuera encontrado en un auto tras haber estado desaparecido, un intersticio de tiempo que dejó como secuela una esclerosis múltiple que hace que ese ex jugador de baloncesto apenas pueda caminar o controlar sus miembros.
Suena dramático, y lo es. Pero la realizadora griega Jacqueline Lentzou matiza esa situación con escenas donde predomina el humor. En una, por ejemplo, Artemis, harta de cuidar a un padre al que apenas conoce y acompañarlo a sus largas sesiones con el fisioterapeuta, participa junto al resto de su familia de las entrevistas para encontrar una cuidadora. Que ninguna hable griego, generando los inevitables enredos lingüísticos, es la muestra más fiel del tono que le imprime Lentzou al relato.
Mientras debe hacerse cargo de su padre (la madre es una figura ausente y el hombre no parece tener muchos amigos), Artemis está tironeada entre sus obligaciones y los impulsos y deseos propios de su edad, como demuestran las juntadas con amigos. Son momentos de pequeña felicidad que le depara la película a su heroína, una jovencita obligada a convertirse en adulta. Se puede ver en El Cairo.
“1982 La Gesta”

No es una película de la guerra, aunque estén relatados algunos de los combates. “1982 La Gesta” (El Faro Films) son ochenta minutos de sentimientos de los que en ella participaron.Es el conflicto del Atlántico Sur a partir de la voz, el corazón y el alma de 22 veteranos. El director logró traspasar esa coraza invisible que suele formarse en los veteranos a partir de los estragos producidos por años de desmalvinización, y así elaboró un producto de sus historias de esos 74 días de 1982, con vivencias íntimas propias del ser humano cuando debe enfrentarse a situaciones límites. Desde el comienzo, la palabra “gesta” está presente y en la introducción el espectador puede sorprenderse con aquellos personajes queridos por todos e injustamente olvidados, como es el caso del doctor René Favaloro, que había calificado el 2 de abril como “un día histórico”, y también desempolvaron a Juan Manuel Fangio quien justificó la recuperación al sostener que “no le quitamos nada a los ingleses”.
Fue poco difundido el audio de la proclama del almirante Carlos Büsser, comandante de la fuerza de desembarco, pronunciada el 1 de abril en plena travesía hacia las islas. Por eso impacta como aporte histórico escuchar su orden de ser “duros pero corteses” con los isleños.
Es interesante conocer lo que sintieron los veteranos sobre la recuperación misma. Desde la valoración típica militar de Daniel Esteban (por entonces un teniente primero jefe de la compañía de asalto C del Regimiento 25) al describirla como “una acción militar increíble”hasta el del soldado Oscar Rubíes, del Grupo Aerotransportado 4, quien afirmó que habían ido a poner el cuero y confesó que “lloré al pisar suelo malvinense”, compuesto por pasto, carbonilla y tierra, lo que lo transformaba el suelo en una esponja donde se enterraban las ruedas de los Pucará, según explicó Carlos Tomba, piloto de ese avión. A partir de la lejanía, la correspondencia pasó a ser el único vínculo con los seres queridos que habían quedado en el continente. “Recibir una carta era una inyección de vida”, aunque algunos las guardaban sin leerlas, temiendo el efecto emocional que pudiese causar. “Las guardé en el bolsillo izquierdo de mi chaquetilla, porque la vieja es la vieja”, contó Rubíes. A medida que se desarrollan los relatos, y se intuye que los veteranos están más abiertos a la confesión y menos pendientes de la cámara, surgen las historias y las anécdotas. En medio de un bombardeo que estaba sufriendo una posición del Grupo de Artillería Aerotransportado 4 –”algunas bombas caían muy cerca y hacía temblar todo”- percibieron el aroma de leche hervida. Sorprendentemente el soldado Zapata, en su casco, estaba haciendo arroz con leche. “Si vamos a morir, vamos a hacerlo con la panza llena”, explicó.
El miedo es otro de los sentimientos bien descriptos en el film. Esteban Tríes, del Regimiento 3, aún cuenta asombrado que, en la absoluta oscuridad que debían mantener en las trincheras, se aparecía el teniente primero Víctor Hugo Rodríguez, con un tremendo velón encendido –”nos podían ver desde Londres”, bromeaban- y todas las noches se rezaba el Rosario. “La fuerza que nos dio ese rezo diario fue increíble”, confesaron. Al parecer, uno solo de los soldados sabía rezarlo y durante los bombardeos británicos, cuando parecía que todos morirían, le gritaban: “¡Dale, boludo, rezá, que nos matan a todos!” Describen lo que cada uno vivió el 1 de mayo cuando comenzaron las hostilidades, “y el horizonte se puso rojo”, recuerdan.
Hay hechos que están relatados con lujo de detalles. Uno de ellos es el hundimiento del Crucero General Belgrano en los recuerdos de Pedro Galazzi, segundo comandante del buque, y Alberto Deluchi Levene, médico cirujano. Con una mirada que transmite tranquilidad y firmeza, Galazzi admitió que “todos sabíamos lo que podía ocurrir”, esto es, ser atacado por un submarino. Ambos confesaron que esos momentos no se les borrará jamás de sus memorias, y se sintieron orgullosos al ver, con el barco a punto de hundirse, sin su proa, los tripulantes respetaron los protocolos de evacuación, el que tantas veces habían practicado. También figura el episodio del capitán Héctor Bonzo, obligado por el suboficial Ramón Barrionuevo–los últimos dos que quedaban en cubierta- a bajar a las balzas, cuando intuyó que el comandante deseaba irse a pique con su barco. “Si usted no se tira, yo no me tiro”.
El ataque a la flota inglesa en el estrecho de San Carlos fue otra de las acciones que absorbe toda la atención, porque son varios testimonios que se complementan. Por un lado, los relatos de Daniel Esteban y de Roberto Reyes –un joven subteniente del Regimiento 25- que, desde tierra y desde una altura, fueron testigos privilegiados del desembarco y de los temibles ataques de los aviones argentinos que volaban entre los barcos ingleses. Reyes elogió a “nuestros pilotos por su valor y compromiso”. Atrapan los relatos de Pablo Carballo (jefe de escuadrilla de Douglas A-4B Skyhawk) al describir con lujo de detalles el modo de atacar a un buque, cómo debían colocar en posición al avión y el momento justo en que se debe accionar el mecanismo para liberar la bomba, hasta evitar maniobras bruscas “para que los ojos no te salten de sus órbitas”. Y lo más importante: eludir el fuego enemigo para salir de ese berenjenal de buques enemigos. De la misma manera, el de Tomba es impactante, cuando describió que atacó con un ala agujereada por los disparos y que cuando proyectiles provocaron el incendio de uno de los motores de la máquina, debió eyectarse. “Solo recuerdo haber accionado la palanca y de pronto me vi tomado de las sogas del paracaídas, ya casi sobre tierra”.
Esteban Vilgré La Madrid, un joven subteniente del Regimiento 6 que combatió al frente de 47 soldados, explicó que los ingleses habían comprendido la lección recibida en los combates en Darwin, y que cuando arremetieron contra las elevaciones en las proximidades de Puerto Argentino, lo hicieron de noche. Es otro de los momentos dramáticos de la película en los que se revelan detalles que reflejan todo lo que fueron capaces las distintas unidades argentinas. La euforia menguada por las bajas propias cuando fue rechazado un ataque británico en Monte Harriet, la desazón al conocer la caída de Monte Longdon, hasta esa terrible pregunta que todo jefe teme su respuesta: “¿Quién quiere acompañarme?” y alegrarse cuando todos los soldados le respondieron al unísono que estaban con él para arremeter con un contraataque.
Los testimonios ofrecidos revelan lo que es vivir cara a cara con la amenaza de la muerte y cuando, cuando alguno creía que le llegaba su final, la frase salvadora de “por aquí, mi subteniente” y una pausa inexplicable en el fuego enemigo, que permitió salvar más de una vida. Los que se replegaban hacia la capital de las islas se estremecieron por lo que veían. Era un intenso bombardeo, y sintieron la sensación de que Puerto Argentino se hundía por la lluvia de bombas. Luego vino la rendición. “No fue un buen momento”, “se nos vino el alma al piso”, “rabia, bronca, impotencia, decepción, tristeza”, son algunos de los conceptos. Hubo quienes confesaron que se echaron al piso y lloraron con amargura. Contrasta con algún mensaje de que, pasados los años, “no hay nada perdido, está todo por ganar”. Coinciden en describir como “vergonzoso” el trato que recibieron cuando llegaron al continente, donde fueron escondidos, se les prohibió el contacto con la población civil que ansiaban recibirlos como se merecían. “Ahí comenzó la desmalvinización”, admitieron.
Afloraron los sentimientos encontrados, como el de Horacio Lauría, por entonces teniente primero de la Compañía Comando 602, quien contó que “lloré de vergüenza por haberlos defraudado” o ese sentimiento de culpa “por haber perdido la guerra”. Fueron años de muchos sufrimientos, porque para ellos la posguerra fue mucho peor que la guerra en sí. “La nación que los mandó a pelear se olvidó de ellos”, reprochan. “A veces pienso si no hubiera sido mejor haber quedado allá”, se escucha, así como Jorge Guidobono, entonces un teniente, quien sorprende con una confesión: “Nunca hablé de esto con mis hijos”.
Uno de los hilos conductores de la película es la emoción. Como la de José Alberto Vázquez, que en la guerra era subteniente, al que se le presenta un niño preguntando por el cabo Gómez. No sabía cómo decirle que su hermano había caído en combate. Se sienten ofendidos y reaccionan con vehemencia cuando se refieren a ellos como “los chicos de la guerra”. Dicen que eran jóvenes que fueron a pelear y que sintieron orgullo de haber sido soldados, aunque con dolor admiten que el soldado puede morir dos veces: por la bala del enemigo o por el olvido de su propia gente. Tienen en claro que algunos murieron y otros ofrendaron sus vidas. Vilgré La Madridconfesó que tuvo la idea de escapar de la unidad en Campo de Mayo donde los tenían recluidos. Pero cuando llegó al cerco y vio la cantidad de familiares que buscaban respuestas por el destino de sus hijos, sintió vergüenza y regresó. Consideró inadmisible que él quisiera estar con sus padres mientras otros sufrían por la incertidumbre y la falta de información.
La película cierra con el listado de los caídos. Mientras pasa la interminable columna donde figuran los nombres que ayudaron para que esta película fuera posible, surge natural el ánimo de alentar al director Nicolás Canale y a su talentoso equipo a armar una suerte de saga –no todo puede comprimirse en un solo film- en la que se incluyan más testimonios como, por ejemplo, los soldados que padecieron un brutal aislamiento de hambre y hostigamiento en la isla Gran Malvina. De la misma manera, sería interesante conocer las ricas historias de los efectivos de Prefectura, Gendarmería y de los familiares de los caídos, cuya labor fue fundamental para mantener viva, durante 40 años, la llama de Malvinas. Películas como ésta son un valioso aporte para conocer la verdadera historia del conflicto. En ella se demuestra que, con una sociedad con valores, no todo está perdido. Nos quedamos con la reflexión de Deluchi Levene de que “la guerra se tiene que evitar, ya que la patria se hace en la paz”. Ese es el camino. En el Hoyts.
“El fotógrafo de Minamata”

Más que sobre W. Eugene Smith, el fotógrafo que fue reconocido, primero, por su fotoperiodismo para la revista Life, cubriendo la Segunda Guerra Mundial, y luego en las décadas siguientes, El fotógrafo de Minamata se centra en la atrocidad ambiental en esa localidad costera del Japón, que Smith, ya en los ’70, deprimido, borracho, en bancarrota y aquí con la cara de Johnny Depp, cubrió como última colaboración para Life. La película tiene los elementos que tanto le gustan y gustaban al Hollywood de antaño. Si bien no es una historia de redención, sí tiene a un personaje occidental ayudando a otra comunidad. Depp, que coproduce el filme, ya hizo un personaje de similares características cuando compuso a Hunter S. Thompson en Pánico y locura en Las Vegas, pero éste es un filme diametralmente opuesto: es clásico hasta para demostrar cómo los ciudadanos comunes -vivan en Japón, o no- pueden unirse y enfrentar a las corporaciones con éxito.
Una coma (,) puede incluirse entre corporaciones y con éxito, pero necesariamente.La historia cuenta que un buen día Smith estaba en su algo desordenado hogar cuando recibe la visita de Aileen (Minami Hinase), para hablar maravillas de la película Fuji. El le aclara que siempre trabajó en blanco y negro, pero parece había un contrato -que habrá que ver en qué condiciones estaba cuando lo firmó-. Y acepta. En verdad, la japonesa estadounidense deseaba contarle lo que sucedía en Minamata: la corporación Chisso venía vertiendo desechos de mercurio en el agua, envenenando a peces y a los humanos que los ingieren, y provocando también en la gestación de los bebés futuras malformaciones. Smith, que era tan capaz de romper un cheque como suerte de indemnización en la cara de su ex jefe en Life (el siempre inabordable Bill Nighy, que con el mismo rostro puede querer decir una cosa y todo lo contrario) logra que Robert Hayes lo vuelva a contratar. Eso sí: necesita las fotos cuanto antes. Se entiende: eran épocas en las que las revistas se vendían en los kioscos, y había que abrir los ojos del mundo sobre Minamata. El director Andrew Levitas (Lullaby), decíamos, filma la película como si la hubiera realizado en los ’70. Hay buenos y malos, Smith era huraño pero querendón, y capaz de plantarse ante los poderosos sin una pizca de miedo. Así le fue, y la película recupera ese espíritu entre libertario y valiente que tanto se extraña en la actualidad. La inclusión de fotografía reales de Smith y la reproducción de cómo las fue tomando es uno de los atractivos del filme, más que la historia entre aventurera y de espía que llevó a cabo el fotógrafo con la que luego sería su pareja. La interpretación de Depp dejará contentos a sus fans: es de ésas en las que Johnny balbucea, pero también de las que resulta imposible no estar atento, atraído hacia él o su personaje. Que no siempre es la misma cosa. En Del Centro, Showcase y en el Monumental.
“Crónicas de un affair”

Como Hong Sangsoo, Woody Allen o Eric Rohmer –que lo han hecho en muchas de sus películas–, aunque con menos prensa y prestigio que ellos por motivos un tanto inexplicables, el francés Emmanuel Mouret viene perfeccionando el arte de la comedia romántica, ese género tan extraordinario como semi-abandonado por el cine contemporáneo, quizás seducido por propuestas que priorizan el shock o el impacto.
No hay nada shockeante ni demasiado revelador –al menos en ese sentido– en CRÓNICAS DE UN AFFAIR. Salvo por el algún detalle (o la incógnita de qué es lo que Mouret considera pasajero), no hay sorpresas en esta película: casi todo lo spoilea su propio título. A modo de diario que empieza en febrero y termina un tiempo después, la película empieza con una cita entre Charlotte (Sandrine Kiberlain) y Simon (Vincent Macaigne) en un bar. Ambos se habían conocido un poco antes en un evento social y se encontraban ahí a solas por primera vez. En una extraordinaria secuencia de coreografía del deseo (cuerpos, palabras, movimientos) va quedando en claro cómo vendrá la cuestión.
Charlotte está separada (muy de a poco irá dando más información acerca de su familia) y le gusta la idea de un tener un affair, o varios quizás, siempre casuales, sin hacerse dramas ni tragedias ni complicar las vidas de los involucrados. Simon es muy distinto, casi opuesto: está casado hace casi 20 años, tiene dos hijos adolescentes y vive todo con miedo y culpa. Es que, además, es su primera vez jugando este juego de encuentros, para él al menos, prohibidos.
La relajada Charlotte y el nervioso Simon van encontrándose a lo largo del tiempo, con mayor o menor premura, en la casa de ella, en lugares públicos (cafés, restaurantes, museo, parques) o tomándose algunas veces vacaciones cuando la situación de él las permite. Pese a sus enormes diferencias de carácter y personalidad parecen llevarse bien y la película, repleta de diálogos que logran ser inteligentes y naturales a la vez –y que no llaman la atención por su excesivo ingenio o aparente profundidad– va avanzando de forma amable y ligera.
Uno sabe, promediando los 100 minutos que dura la cuestión, que la relación tendrá alguna complicación o giro. Ya verán cuál o cuáles son. Lo cierto es que hay un momento en el que sostener lo pasajero y «poco importante» que debería ser la relación les resulta muy complicado. Pero ninguno quiere quebrar el pacto de ligereza planteado de entrada (por motivos distintos) y, lo sabemos, es difícil mantener las emociones afuera de una relación, por más «intrascendente» que se pretenda que sea.
En la película del director de LAS COSAS QUE DECIMOS, LAS COSAS QUE HACEMOS todo funciona a la perfección. La química entre ambos extraordinarios actores hace creíble que dos personas tan distintas puedan estar juntas (sus diferencias dan lugar a circunstancias muy graciosas) y todo fluye como debe hacerlo en estos casos, pasando de la colección de anécdotas simpáticas a lidiar con momentos más incómodos y, sí, dolorosos, con alguna sorpresa final incluida.
Mouret ya tiene una docena de películas en su carrera, casi todas de similar estilo y temática, más allá de sus diferencias puntuales. De todos modos sigue sin ser un nombre que esté en la boca de los cinéfilos como lo están otros que observan o analizan situaciones, personajes y relaciones parecidas. Quizás sus películas no tengan ese plus (de guión, de estructura o de puesta en escena) que llama la atención en el cine de sus pares más reconocidos. Pero eso, que le quita «fama» y sentido de «club privado» a sus películas, es también lo que las hace universales. Las emociones que viven los personajes las entendemos todos, hayamos pasado por algo similar o lo veamos solo en las películas románticas. En los Cines del Centro.
Fuente: Diego Batlle, Otros Cines, Ezequiel Boetti, Clarín, Pablo Scholz, Diego Lerer, Micropsia.
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