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Rosario

Una noche en Colectividades, la fiesta de la ciudad, reencuentro con sabores y tradiciones

Un evento que lleva cuatro décadas y crece año a año. Foto: Farid Dumat Kelzi.

El Encuentro y Fiesta Nacional de Colectividades tiene su espacio en el Parque Nacional a la Bandera en Rosario. Desde las 19 abren sus puertas para la multitud que se avalancha como olas en los diferentes puestos, donde cada país comparte su impronta cultural.

El predio no estaba tan lleno el miércoles por la tardecita. Las puertas principales estaban iluminadas por una tenue luz azul y por la música instrumental que sonaba del escenario principal. La gente entró y se dispersó en busca de su colectividad favorita, las primeras carpas blancas se empezaron a asomar y de pronto el predio se volvió chico: el Parque Nacional a la Bandera se inundó de visitantes.

Mi recorrido inició por la colectividad peruana. La calle Estévez Boero se convirtió en una pasarela de personas caminando en diferentes direcciones, algunas agarradas de la mano para no perderse, otras deteniéndose a disfrutar de cada puesto. En la carpa de Perú, las filas eran largas, tanto para pagar como para retirar los pedidos. Sin embargo, la organización hacía que el sistema fuera ágil. Pedí el clásico anticucho peruano, a 15 mil pesos. La presentación me decepcionó un poco: un plato de plástico con dos brochetas. La carne era chiclosa, demasiado salada, y aunque la salsa picante cumplía, la porción era escasa.

Los anticuchos, un clásico de cada año. A la cronista de RedBoing no la convencieron. Foto: Farid Dumat Kelzi.

De fondo, las canciones de distintas colectividades se fusionaron en el aire. El bullicio crecía y, para las nueve de la noche, el evento ya estaba lleno de gente. Entre la multitud, me dirigí al puesto griego, donde las filas eran más extensas y la espera, mayor. El plato elegido fue el souvlaki, compuesto por una brocheta de bife, papas fritas y salsa Tzatziki: yogur griego, ajo, pepinillo, entre otros condimentos. La carne y las papas fritas estaban sabrosas, no muy saladas ni chiclosas. Me pareció un buen plato, pero no era abundante.

Después de caminar un rato más, fui a Catalunya. El ambiente era distinto: mesas largas, familias compartiendo y un sentimiento de familiaridad. A diferencia de las otras carpas, sentí ganas de quedarme. Me di cuenta que cada vez que salía una porción de paella sonaba una campana, y el público respondía con gritos y aplausos. Me llamó la atención, pero lo dejé pasar hasta que unos minutos después, el señor encargado de hacer sonar el instrumento estaba fumando un pucho al lado mío.

Las promos están a la orden del día en Colectividades (Foto: Farid Dumat Kelzi)

La conversación inició sin mucho esfuerzo, y pronto descubrí que su nombre era Roberto. Era alto, de pelo canoso hasta los hombros y vestía un delantal negro que tapaba una remera roja con el escudo de Catalunya. Me contó que era de Rosario y que toda su vida había sido parte de las colectividades. Con algo de nostalgia, recordó que de chico era muy inquieto y que creía que servir paella debía ser un “festejo”. Así, empezó a golpear ollas, utensilios y todo lo que hicieran ruido cada vez que servían el plato. Lo retaron, pero él insistía que “tenían que mostrar ganas de ser parte del festejo”. Unos días después, le regalaron una campana.

Desde entonces, permanece colgada en el mismo lugar. Roberto confesó que es una “tradición molesta”, pero que la intención siempre fue transformar un plato típico catalán, en una celebración familiar. Creo que por eso sentí el lugar tan cercano. Todos festejaban el sonido de la campana, más allá del sabor, por el lazo invisible que une a quienes sienten lo mismo.

Las familias rosarinas disfrutan del evento cada año. Foto: Farid Dumat Kelzi.

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