
En un país donde la incertidumbre social y política parece no dar tregua, donde cada día se convierte en un desafío y cada bolsillo siente el peso de lo imposible, hay algo que todavía funciona como un salvavidas emocional, un espacio donde el tiempo se suspende y el corazón encuentra un respiro. Ese lugar, para miles de rosarinos, sigue siendo el mismo de siempre: el fútbol. Ese refugio que no necesita explicaciones.
Y este miércoles 19 de noviembre, Rosario Central volvió a demostrarlo.
Desde las 7 de la mañana, mucho antes de que la ciudad despabilara del todo, los hinchas comenzaron a acercarse al Gigante de Arroyito. No era un partido, no era un festejo, ni siquiera un entrenamiento abierto. Era algo más íntimo, más profundo: la venta de una camiseta retro. Una prenda que, más que ropa, funciona como un puente a la memoria. Un viaje directo a 1995, al equipo de la Copa, a la época en la que —como dice la campaña— “vuelven los buenos tiempos. Vuelven para quedarse”.
En las inmediaciones del estadio, la fila se fue armando en silencio primero y con emoción después. Había trabajadores recién salidos de su turno, estudiantes con la mochila al hombro, padres con sus hijos, jubilados que conocen de memoria cada capítulo del club. Había quienes tenían los 120 mil pesos justos y quienes, con un poco de humor y otro poco de resignación, avisaban que la tarjeta prestada “ojalá pase”. Porque a veces, aun cuando la economía aprieta, hay gastos que no se discuten: son decisiones del corazón.

La camiseta retro no es solo una indumentaria. Para muchos, es una manera de abrazar un tiempo distinto, un símbolo de identidad que se lleva estampado en el pecho. Y en un año en el que el mundo canalla aún llora la partida de Miguel Ángel Russo, el entrenador eterno, el del título más reciente, esa búsqueda de pertenencia tiene todavía más valor.
Porque fue el 8 de octubre cuando Rosario Central se detuvo. Hinchas de todas las edades se acercaron al Gigante con flores, velas, banderas y silencios. Hicieron una pausa en medio del caos cotidiano para despedir a quien los había devuelto a la gloria. Ese mismo amor, esa misma necesidad de ritual, reapareció hoy en la puerta de la tienda oficial.

El club vive un presente intenso y profundamente identitario: recibe a sus hijos pródigos como Ángel Di María o Alejo Véliz, discute con pasión la reubicación de la pileta porque también es parte del sentido de pertenencia, celebra la ampliación del Gigante y recuerda a sus socios e hinchas desaparecidos durante las dictaduras. Una comunidad que debate, cuestiona, celebra y acompaña. Que hace del club un espacio colectivo incluso cuando afuera todo parece fragmentarse.

Por eso, no sorprende que, además de agotar la nueva camiseta retro, los socios hayan salido a reventar las entradas para los octavos de final ante Estudiantes. No es solo fútbol. Es una declaración: aquí seguimos, aquí estamos, aquí nos encontramos.
Y tal vez por eso la fila de esta tarde, que se extendió hasta entrada la noche, dice tanto. Entre la inflación, las preocupaciones diarias y un futuro que cada vez cuesta más imaginar, cientos de hinchas decidieron esperar su turno para llevarse el manto sagrado. Esa afirmación íntima y colectiva de lo que somos cuando el mundo de afuera se tambalea.

Porque como decía Fontanarrosa:”Ser canaya es un atributo del alma esencial para esclarecer razones del corazón que la razón no entiende”. Y porque, cuando todo parece demasiado, el fútbol vuelve a ser ese último refugio donde el pueblo se reencuentra consigo mismo.
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