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Siete estrenos: John Wick, el Oso Intoxicado, un Pooh de terror, Hugh Jackman, Sbaraglia y más

El jueves viene cargadísimo: la cuarta de “John Wick”, probablemente la mejor de la saga, “Asfixiados” con Leo Sbaraglia y Julieta Díaz, “Winnie The Pooh: sangre y miel”, “El hijo” con Hugh Jackman, “La noche del crimen” un thriller de Francia, el famoso “Oso intoxicado” y un drama argentino llamado “Rinoceronte” son las pelis que aterrizan en Rosario para renovar la cartelera. Una selección de reviews para elegir que ir a ver al cine, porque el cine se ve en el cine.

 

“John Wick 4”

 

Dicen quienes desprecian al fútbol que son 22 personas corriendo detrás de una pelota y podrían argumentar aquellos que minimicen los alcances de John Wick 4 que son tres horas de tipos golpéandose y/o disparándose. No estoy con unos ni con otros. No escribiré aquí en defensa del arte del fútbol, pero sí una exaltación de los logros y hallazgos de la saga en general y de esta cuarta entrega en particular.

El de John Wick es un caso único (o muy infrecuente) de una saga que va creciendo en todos los aspectos con el paso del tiempo. La primera película (2014) costó 20 millones de dólares, duraba 101 minutos y recaudó 86 millones en las salas de todo el mundo; la segunda (2017) duraba 122 y tuvo 172 millones de ingresos; la tercera (2019) pasó a 130 minutos, costó 75 millones y consiguió 328 millones en taquilla, mientras que esta cuarta tuvo un presupuesto de 90 millones, dura 169 minutos y seguramente tendrá la mejor recaudación de toda la franquicia.

Semejante “inflación”, contra todos los pronósticos, no afecta sino que incluso potencia el resultado final de esta cuarta entrega. Cualquiera dirá que el corte final podría haber tenido 20, 40 o 60 minutos menos, pero es precisamente en la acumulación, en el desborde, en sus ínfulas desmedidas, que la película encuentra su aspecto distintivo, su razón de ser. De hecho, tras una primera parte impecable, pero bastante genérica, John Wick 4 alcanza en su segunda mitad (rodada en los lugares más emblemáticos de París como la Torre Eiffel, el Arco de Triunfo o la basílica de Sacré-Cœur de Montmartre) el pico no solo de esta película sino de toda la saga.

Con muy pocos díalogos, mínimo desarrollo de personajes y excusas argumentales básicas, John Wick arranca su viaje por Nueva York, Osaka, Berlín y no se detendrá hasta el mencionado desenlace parisino. A Wick lo perseguirán por el mundo temibles organizaciones (como la denominada Mesa Alta que lidera El Marqués de Bill Skarsgård) e individuos (desde Caine, el eximio luchador no vidente de Donnie Yen, hasta el Tracker de Shamier Anderson y su feroz perro) y contará en principio con algunas ayudas: el Bowery King de Laurence Fishburne, el Shimazu de Hiroyuki Sanada y su hija, la Akira de Rina Sawayama, o el Winston del gran Ian McShane, a quien en los primeros minutos le vuelan por los aires su hotel Continental y le matan frente a sus ojos a su leal conserje Charon (Lance Reddick).

Las influencias de John Wick son conocidas (las coreografías de Bruce Lee, la estilización de John Woo y los thrillers del cine hongkonés de la década de 1980, el neo-noir del danés Nicolas Winding Refn, pero también la saga Matrix, la estética de los videojuegos de acción, el comic y el universo animado de Tex Avery) y en esta cuarta entrega Chad Stahelski lleva esa mixtura a nuevas dimensiones con largas secuencias dentro de una discoteca, en plena calle o sobre unas escaleras; bajo el agua o en un virtuoso plano secuencia con una cámara siempre cenital.

Y habrá un duelo con espíritu de spaghetti western a-la-Sergio Leone. Y un cierre con mucho de épica y toque romántico. Si es que efectivamente se trata del final de la saga, con John Wick 4 se termina a lo grande, como para que el universo concebido por Stahelski-Reeves quede en cuatro entregas de culto, con su propia mitología y un legado indeleble. En todos los complejos.

 

“El hijo”

 

Proveniente del ámbito teatral, el francés Florian Zeller ideó hace unos años una trilogía de películas basada en sus obras sobre diferentes aristas de la salud mental. La primera fue El padre, que le valió un nuevo Oscar a Anthony Hopkins, centrada en el progresivo e inevitable deterioro de un hombre mayor. Ahora llega el turno de la segunda, El hijo, que corre el foco de la trama hacia el complicado vínculo de un adolescente depresivo con sus padres divorciados.

Esos padres son Peter (Hugh Jackman) y Kate (Laura Dern), quienes están separados hace un buen tiempo. Mientras él rehízo su vida junto a una nueva pareja llamada Beth (Vanessa Kirby), con quien acaba de ser padre por su segunda vez, Kate sigue sumida en un duelo acrecentado por los problemas de su hijo Nicholas (Zen McGrath), quien hace un mes no concurre al colegio. Cuando le preguntan por qué no va, su respuesta es “no sé”.

Ante esta situación, y para intentar darle nuevos aires a una vida que para él no tiene sentido, Nicholas pide mudarse junto a su padre y su nueva familia, una decisión difícil de digerir para Peter y sobre todo para su joven esposa, que de repente debe convivir con un adolescente siempre dispuesto a reprocharle su responsabilidad en la separación. Cuando todo parece enderezarse, Nicholas recae en una depresión que obliga a sus padres a aunar esfuerzos para intentar sacarlo adelante.

A diferencia de El padre, que al utilizar como punto de vista al personaje de Hopkins transmitía muy bien el desasosiego y la impotencia ante el avance del problema, El hijo está contada desde los ojos del padre, lo que impone una distancia emotiva sobre los sucesos que Zeller no parece saber muy bien cómo sortear. A fin de cuentas, ningún personaje es lo suficientemente interesante para despertar la empatía ni la piedad, así como tampoco las situaciones trascienden los lugares comunes. El resultado es una película fría y desangelada que observa cómo una situación familiar se desmorona sin preocuparse demasiado. En Cines del Centro, Hoyts, Showcase.

 

 

“Oso intoxicado”

 

Un tipo muy sacado lanza bolsos llenos de cocaína desde un avión. Cuando va a lanzarse en paracaídas se golpea y cae al vacío. La policía encuentra su cuerpo y descubre solo 30 kilos, una parte mínima de la carga total. El resto de la droga permanece perdida entre la frondosa vegetación de un parque nacional. Y será en esa zona que coincidirán una torpe guardaparques (la gran Margo Martindale), jóvenes ladrones de poca monta, niños perdidos, una madre que va en busca de su hija de 13 años, un veterano investigador que sigue las pistas del caso y narcos que intentan recuperar los paquetes que traficaban.

A esta descripción, sin embargo, le falta una pieza clave: sí, el oso intoxicado del título local, un gigantesco especímen que ingiere el mencionado polvo blanco, se convierte en un adicto insaciable y en un depredador de todo ser humano que esté en las proximidades.

El concepto, tan absurdo como ingenioso (aunque está “inspirado” en un hecho real ocurrido en 1985 en el Chattahoochee National Forest de Georgia), es ideal en principio para un festival de humor negro, comedia física con mucho desparpajo y desbordes propios del gore y el slasher (desmembramientos varios, sangre a borbotones), pero una vez que vimos al oso esnifar y convertirse en asesino serial de personajes que en todos los casos son decididamente patéticos el disfrute en plan “cuanto peor, mejor” se va extinguiendo, evaporando.

Por supuesto, si uno se acerca a Oso intoxicado sin grandes exigencias y desde una perspectiva lúdica (como los cinéfilos disfrutábamos del gore en las primeras películas de Peter Jackson como Muertos de miedo o Mal gusto y de Sam Raimi como Diabólico y Noche alucinante), la experiencia puede ser simpática al menos durante un rato y, por lo tanto, la propuesta de Elizabeth Banks no tiene nada de despreciable. La directora de la más que aceptable Más notas perfectas (2015) y la decepcionante Angeles de Charlie (2019) demuestra bastante timing para la comedia y el despliegue de efectos visuales ayuda a convertir al en principio encantador oso en una bestia sanguinaria, pero -quedó dicho- la fórmula se agota demasiado pronto. En los cinco complejos de cine.

PD: En el papel menor y sin demasiado vuelo de un mafioso llamado Syd aparece Ray Liotta, en el que sería su último trabajo antes de su muerte ocurrida el 22 de mayo pasado.

 

 

“Asfixiados”

 

De la maestría hitchcockiana en Ocho a la deriva a la opera prima de Roman Polanski, El cuchillo en el agua, pasando por Terror a bordo, del australiano Phillip Noyce –por nombrar apenas tres títulos muy diversos en la historia del cine–, la apuesta de encerrar a un grupo de personas en una pequeña embarcación en altamar ha rendido sus frutos cinematográficos. Más allá de la figura octogonal, triangular o de cuántos lados se desee, la ecuación suele favorecer la aparición de enconos y pactos, traiciones y empatías, además de potenciar cualquier clase de conflicto previo que existiera entre los personajes, ya sea de índole personal, social o una mezcla de ambas. Asfixiados, salto del realizador Luciano Podcaminsky al mainstream, viene a sumarse a esa lista de relatos opresivos en los cuales las condiciones meteorológicas suelen acompañar las turbulencias interiores de las criaturas humanas. La asfixia del título, entonces, señala no sólo una posibilidad literal y concreta, sino también una condición existencial que la particular situación de encierro al aire libre no hace más que elevar varios escalones.

Leonardo Sbaraglia es Nacho, un productor de cine y televisión que está a punto de cerrar un delicado acuerdo con Natalia Oreiro –a quien puede verse a través de un par de videoconferencias dentro de la ficción, interpretándose a sí misma–, con la intención de protagonizar una serie de alto perfil y presupuesto. Su mujer Lucía (Julieta Díaz) hace rato que no está demasiado feliz con su profesión de dueña de un restó de categoría, y los sueños de dedicarse a la fotografía artística regresan con fuerza desde el pasado. El matrimonio, de larga data, tiene una hija a punto de dejar la adolescencia atrás, y un par de secretos que el viaje en velero terminará de poner sobre la mesa. Así se embarcan Lucía y Nacho, junto con un amigo y su nueva novia (Marco Antonio Caponi y Zoe Hochbaum), para disfrutar de un viaje de varios días lleno de sol, vino espumoso, comida gourmet y, por supuesto, conflictos a flor de piel. De más está decir que nadie parece tener problemas económicos, aunque…

El guion, escrito a ocho manos, refleja con un poco de humor y no demasiada malicia las zonas grises (y también las ridículas) del nuevo rico, el esnobismo cultural y otras yerbas contemporáneas o eternas. Todo es bastante superficial y las reflexiones sobre la vida conyugal y sus miserias no superan el estadio de lo elemental, aunque las vueltas de la trama son relativamente eficaces en términos narrativos y el profesionalismo del reparto mantiene las cosas a flote. Previsiblemente, cuando la tormenta real acecha al velero con riesgo de fatalidad (y el rodaje en locación le cede el lugar al set con efectos visuales), los trapitos ya no pueden secarse al sol, tan húmedos como las olas que golpean el navío cada vez con mayor virulencia. Asfixiados es un producto funcional a sus ideas, ni más ni menos. Profesional, como solía decirse en otros tiempos de acabados técnicos menos estandarizados. En todos los complejos.

 

 

“Rinoceronte”

 

Ni siquiera la pandemia alteró la pésima costumbre del cine argentino de estrenar media docena de títulos el mismo día, una cantidad inabarcable hasta para el más interesado en las producciones nacionales. Es muy probable que la única que levante el cogote por sobre el malón sea Asfixiados, cortesía del atractivo comercial de tener a dos intérpretes conocidos como Leonardo Sbaraglia y Julieta Díaz encabezando la marquesina.

El nuevo largometraje de Arturo Castro Godoy (El silencio, Aire) es un drama que contrapesa la dureza de lo que muestra con un cariño a prueba de todo hacia sus personajes, todos ellos quebrados por las huellas de un pasado tortuoso y violento. Así ocurre con Damián (extraordinario Vito Contini Brea, que habla con la velocidad propia de quien cruzó varias barreras internas para decir lo que dice), un chico de 11 años que en las primeras escenas vagabundea por la ciudad de Santa Fe.

Apenas llega a la casa, irrumpe la policía para llevarse al chico a un hogar de tránsito para menores debido a que el padre no puede hacerse cargo de él. La manera que elige Castro Godoy para mostrar eso es sintomática de un film que nunca se posiciona por sobre su pequeño protagonista: la cámara se “acuesta” junto a él en la cama, mientras de fondo se escuchan las voces de los asistentes sociales a cargo de situación. La cámara nunca dejará de estar a su altura aun cuando esto implique “cortar” partes de los adultos que no entran el cuadro. Una decisión formal movida por el trasfondo ético.

Como es de esperar, Damián no quiere saber nada ni con el asistente social a su cargo (Diego Cremonesi, uno de los rostros más asociados a personajes laburantes del cine contemporáneo) ni tampoco con la mujer que supervisa el lugar (Eva Bianco). No sale de su habitación, habla poco y nada, y solo entra en confianza con un compañero. Sus diálogos son pura franqueza, pura honestidad intelectual de un director dispuesto a que él hable como lo que es: un chico con más dudas que certezas y con la sensación de que es una carga.

Filmada mayormente en planos fijos, varios de ellos con encuadres impecables y cargados de sentido, Rinoceronte registra los primeros días de Damián en ese lugar, sus intentos de adaptarse y la progresiva aceptación de que su vida no volverá a ser lo que fue. No será un camino fácil, con escapes, múltiples pedidos de volver a su casa y una burocracia que, como siempre, se toma su tiempo. El panorama, queda claro, no es el mejor. Y la película lo sabe. Más allá de algunos detalles de la trama algo forzados, Rinoceronte evita tanto el regodeo en la desgracia como la posibilidad de salidas fáciles, dando como resultado un relato que, entre tanta oscuridad, propone un desenlace un tanto amargo, pero luminoso y humanista, con la posibilidad de un nuevo comienzo asomando en el horizonte. En Cinépolis.

 

 

“Winnie the Pooh, Miel y Sangre”

 

El cuento nos obliga a reflexionar sobre lo espeluznante que resultaría un mundo donde los seres humanos pudieran convivir con las criaturas de los cuentos de hadas, y los de otros cuentos infantiles.

¿Cómo ha sido posible que, siendo niños, leyéramos sobre un conejo con un reloj de bolsillo, y una niña que lo sigue a su agujero, como si tal cosa fuera lo más natural del mundo? ¿Y, qué de un elefante volador, o de un gigante que habita un castillo en el cielo? El adulto racional cede, y descubre lo aterradora que resultaría dicha posibilidad, en contraposición al niño, entregado a la aparente pureza de la misma -como engañosa-, imagen.

La idea de llevar dichas imágenes aterradoras al cine, no es nueva.  En Lobos, criaturas del diablo (aka. En compañía de lobos; The Company of Wolves,  1984), Neil Jordan se dio a la tarea de adaptar los cuentos de Angela Carter, aparecidos en la antología La cámara sangrienta, en la que se convertiría en una película de culto que, al mismo tiempo que narraba algo más, reclamaba para el terror el cuento de Caperucita roja, con todo y sus connotaciones sexuales.

No existe un nombre que englobe dichas historias, en las cuales conviven seres humanos con las criaturas de los cuentos de hadas, en una situación terrorífica, pero podría llamársele “Weird Fairy Tale”. A la película de bajo presupuesto de Rhys Drake-Waterfield, Winnie the Pooh. Miel y Sangre (Winnie the Pooh.  Blood and Honey, 2023), se le notan las costuras por donde quiera, sin embargo esto le añade un falso sabor añejo, equivocadamente nostálgico, trasnochadamente setentero, pero con cuyas muertes -aceptémoslo-, bastante sorpresivas, se eleva la película apenas un poco, encima de la rigidez de las máscaras que encorsetan los rostros de los actores, bajo la apariencia de Pooh (Craig David Dowsett) y Piglet (Chris Cordell).

La historia tuerce de manera maliciosa, ganándola para el slasher, los libros infantiles de A. A. Milne -que pasaron a ser de Dominio Público en 2022-, repletos de los personajes más bobos con que un niño se pueda encontrar, y que Disney llevaría a la pantalla en la adaptación más reconocida, e igual de bobalicona.

A la película de bajo presupuesto de Rhys Drake-Waterfield, Winnie the Pooh. Miel y Sangre (Winnie the Pooh.  Blood and Honey, 2023), se le notan las costuras por donde quiera, sin embargo esto le añade un falso sabor añejo, equivocadamente nostálgico, trasnochadamente setentero, pero con cuyas muertes -aceptémoslo-, bastante sorpresivas, se eleva la película apenas un poco, encima de la rigidez de las máscaras que encorsetan los rostros de los actores, bajo la apariencia de Pooh (Craig David Dowsett) y Piglet (Chris Cordell).

La historia tuerce de manera maliciosa, ganándola para el slasher, los libros infantiles de A. A. Milne -que pasaron a ser de Dominio Público en 2022-, repletos de los personajes más bobos con que un niño se pueda encontrar, y que Disney llevaría a la pantalla en la adaptación más reconocida, e igual de bobalicona.

El fenómeno -pues ya se puede hablar de tal-, comenzó en redes y, oportuna y diestramente, creó expectativas. La película resultante, empero, es tan aberrante como la idea que la sostiene, y se localiza a años luz de distancia del filme de Neil Jordan. Los diálogos son absurdos, en algo más absurdo que Manuel “Loco” Valdéz como el lobo feroz, en las películas mexicanas de Roberto Rodríguez en los años sesenta, dedicados a Caperucita, Pulgarcito y el Gato con Botas, cuyos disfraces son más convincentes.

Uno se mueve a risa, cada vez que un personaje abre la boca, o en cada ocasión que atacan las criaturas. ¿Y qué decir de la panda de leñadores mugrientos, de cabellos largos y grasientos que, increíblemente, defienden a dos de las chicas, antes de sucumbir, a la vez, bajo los monstruos? Alguien podría pensar en miembros de un club de violadores nocturnos, cuyo aspecto causa más impresión que el mismo Pooh, pero que van cayendo como moscas, ante el invencible oso. Película oportunista, divertida por su carencia de espíritu, que podría pasar por una tomadura de pelo, a no ser que la veamos como lo que realmente es: entretenimiento vacío, sin auténticas pretensiones, que no intenta ni resucitar, ni expandir, este hipotético “Weird Fairy Tale”, al cual podrían adscribirse, incluso, las citadas películas de Roberto Rodríguez, al lado de la cinta de Neil Jordan y Angela Carter. En los principales complejos.

 

 

“La noche del crimen”

 

Heredero de la tradición del policial francés, que ha brindado una marca registrada y nombres de excepción, la inteligente película de Dominik Moll se desmarca de varias constantes del género pero logra atrapar los contenidos fundamentales que la colocan dentro de tan notable línea de continuidad donde –desde Melville hasta Chabrol– hay realizadores imprescindibles y –de Jean Gabin a Alain Delon– rostros tan identitarios de esta marca registrada que casi con cerrar los ojos se encuentran sus perfiles grabados a fuego en la memoria.

¿Es posible generar una nueva aproximación con ese pasado esplendoroso donde todo pareciera haberse dicho? ¿Es posible continuar una tradición sin repetirse pero evidenciando que el policial es netamente francés? Dominik Moll, director de Harry, un amigo que te quiere bien (2000), Lemming (2005) y Solo las bestias (2019), enuncia varias constantes de su cine en La noche del crimen (2022) pero, sobre todo, se entronca en la tradición brindando una óptica nueva sin traicionar esas fuentes. Así, desde sus intereses como realizador se repiten temas como la violencia hacia la mujer, la mirada al quiebre social y la complejidad de personajes que nunca se enuncian unidimensionales aunque su aparición en la pantalla sea por demás breve.

Frente al caso de un asesinato aparecen los bucólicos paisajes “chabrolianos” (aquí en Grenoble), con sospechosos que mucho esconden y policías que en su rudeza encuentran ecos de aquellos legendarios policiales franceses de los 70 y 80, con la pesquisa policial como un rompecabezas difícil de resolver. Pero el espectador asiste, desde un primer momento, al conocimiento de que este caso real es parte de aquellos que quedaron sin resolución.

Además de la referencia inevitable a Zodíaco de David Fincher, el relato explicita cómo la víctima de un caso de femicidio es puesta simbólicamente en un lugar de culpabilidad por parte de una sociedad anclada en el pasado y como todo es mirado desde una organización netamente masculina, como lo es la dependencia policial e incluso el juzgado interviniente, hasta que el tiempo pase y las estructuras cambien y consigo la amplitud de miradas.

Un policial reflexivo, construido con un ritmo de relojería que resulta fascinante, y que descansa en la efectiva fotografía de Patrick Ghiringhelli que expone desde su paleta de tonos apagados cómo la sordidez que puede esconder un lugar bonito. Un brillante reparto donde se lucen Bouli Lanners como Marceau, el viejo policía tan apegado a las antiguas prácticas como al honor y a la psiquis torturada, quien acompaña al joven Yohan que lleva adelante la investigación, con un formidable rol a cargo de Bastien Bouillon quien ganó el premio César por este trabajo y aporta su elegancia actoral para un thriller inteligente, preciso y apasionante. En Del Centro y Hoyts.

 

 

Fuente: Otros Cines, Diego Batlle, Ezequiel Boetti, Diego Brodersen, Página 12. Escribiendo Cine. Gracias Diego Batlle por el taller y por tus conocimientos.

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