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Boing en Ucrania

La expedición arrancó con todo

Un comienzo duro. La expedición, que arrancó con tres integrantes, partió desde Rosario a las 3 de la mañana. Con poco más de una hora de sueño completada, la expectativa estaba centrada en el vuelo. “Voy a dormir como un león”, fue el primer pensamiento que se acercaba a un sinrazón sin solución de continuidad.

 

La espera se hizo larga, por momentos dramática. A la hora de presentar los papeles, el COVID-19 nos hace sentir culpables en cualquier instancia. Sorteada la atenta mirada de quien ejecutaba el control con la firmeza de un pastor alemán llegaba el tiempo de esperar. Eran las 9:10 de la mañana del 9 de marzo y el avión tenía previsto despegar a las 12:20, cosa que ocurrió en tiempo y forma. 

 

¿Todo el mundo va a Amsterdam? Otra pregunta que surgía de manera espontánea y daba por tierra la posibilidad de ocupar dos asientos en la apretada clase turista. Conexiones con Madrid, Barcelona, Copenhague, los propios neerlandeses (qué horrible queda) y un pasajero rumbo a Varsovia explicaban el motivo de la concurrencia. “La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida”, cantó alguna vez el poeta.

 

Asiento 11G (buenisimo Gaby, alentaba Gastón desde Miami y extraordinaria experiencia en vuelo). Un poco angosto el espacio, y demasiadas largas las piernas eran la fórmula del éxito. Si las mismas cargaban con artrosis de cadera y problemas de rodilla, el panorama pintaba sombrío. 

 

Pero la frutilla del postre estaba por llegar: el llanto de un “monstruo” de no más de 18 meses irrumpió en el doble pasillo del avión desde los brazos de su joven madre y bajo la mirada de un atento padre que ya empezaba a tener vergüenza. ¿Adivinaron qué asiento les tocó? 11E la mamá con el indomable, 11D el padre feliz. “Bueno, esto se va a poner bueno”, ese fue el primer pensamiento que se cumplió. 

 

A los dolores ya descriptos, se le fue agregando un inconfundible principio de tortícolis, y después de haber creído dormir unas seis horas, el niño arrancó con el segundo concierto mientras el maldito reloj marcaba las 14 (hora de cualquier lugar). “Llega la comida”, anunciaba a los gritos la blonda azafata.

 

Las pretensiones no son muchas. Unas verduritas, 5 o 6 ravioles sin gusto y un poco de gaseosa. Un postre indescifrable y lo que pintaba “joya”, era el café. Nuevo error. La bestia metió un manotazo sorpresa y el café fue derecho a la pierna en problemas. El reloj marcaba las 16:20, quedaban 8 horas por delante. No lo contemos como el día 1, mejor que el diario del viaje arranque por la segunda jornada, todavía hay que llegar a destino y a esto hay que tenerle mucha fe.

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