Joaquín Sabina, “Shazam, Fury of The Gods”, “Comunión con el diablo”, “1976”, Adam Driver “65: al borde de la extinción” y “Los inventados” son los títulos que llegan este jueves a las salas rosarinas. Aquí como siempre una selección de reseñas y los trailers elegidos especialmente para que elijas que ir a ver al cine, porque el cine se ve en el cine.
“Shazam 2, La Furia de los Dioses”
Tras la primera entrega de 2019, ¡Shazam! La furia de los dioses vuelve en muchos sentidos recargada, pero al mismo tiempo repitiendo varias de las fórmulas narrativas, dramáticas y visuales más transitadas del universo superheroico tanto de DC Comics como de Marvel. De hecho, las bromas explícitas a The Avengers no maquillan el hecho de que esta secuela toma unos cuantos elementos del objeto de su burla.
La principal pero no demasiado trascendente novedad de ¡Shazam! La furia de los dioses tiene que ver con las antagonistas, las Hijas de Atlas, un trío de antiguas diosas vengativas que llegan a la Tierra para recuperar la magia que les robaron hace mucho tiempo. Tras una escena inicial con un robo en un museo de Historia, Hespera (Helen Mirren), Kalypso (Lucy Liu) y la joven Anthea (Rachel Zegler, la revelación del musical Amor sin barreras), mantendrán un creciente enfrentamiento con los queribles y algo patéticos superhéores que ya conocimos en la entrega anterior.
En efecto, Billy Batson (Asher Angel) es el adolescente de Filadelfia que vive con padres y hermanos adoptivos y se debate entre las típicas problemáticas juveniles (para colmo ahora sufre del síndrome del impostor) y cómo manejar los poderes de sus alter-egos como superhéroes adultos. Cuando Billy se convierte en Shazam (interpretado por un siempre payasesco Zachary Levi) su vida entra en otra dimensión (hay, por supuesto, alguna elemental apelación al multiverso).
Entre la comedia torpe (Shazam es como una versión ATP de Deadpool) y la épica romántica (Billy tendrá flirteos con Anthea), esta nueva película de Sandberg terminará optando en su segunda mitad por el apocalíptico “rompan todo”, un festival de CGI con una montaña de secuencias de acción en la que se destruye media Filadelfia tras la aparición de un montón de monstruos mitológicos (dragones, minotauros, grifos, unicornios e inmensos felinos).
La sensación final que dejan los 130 minutos de ¡Shazam! La furia de los dioses es que esa acumulación, ese desborde permanente y ese intento por llenar todos los casilleros del cine de superhéroes le termina jugando en contra porque la película quiere ser muchas cosas a la vez, pero no profundiza en ninguna. Un remedo por momentos eficaz y en otros rutinario de muchas otras películas que deja en el camino varios de los hallazgos y características distintivas que había conseguido metido en su propia burbuja el film original.
PD: Como en toda película de superhéores, hay dos escenas post-títulos ligadas, en este caso, a la Liga de la Justicia y la Sociedad de la Justicia del Universo DC, y al malvado Thaddeus Sivana de Mark Strong. No adelantaremos, claro, su contenido. Para eso deberán soportar los más de 10 minutos de créditos finales. En todos los complejos de cine.
“65: al borde de la extinción”
Los guionistas de la primera Un lugar en silencio son los realizadores de 65, otra historia en la que los protagonistas son pocos -entre ellos, Adam Driver-, viven huyendo y las amenazas son espeluznantes.
Bueno, tal vez no sea para tanto.
Lo que es seguro es que, para bien de 65: Al borde de la extinción -no habla de ninguna línea de colectivos que esté por dejar de circular-, no hay que entrar en comparaciones con la película de John Krasinski. Y como aquí hay un adulto y una niña en peligro, tampoco conviene recordar la dinámica de la pareja de la serie The Last of Us.
No.
Pero hablemos de 65, que en la quiniela significa El cazador, algo que debe despreocupar a los guionistas. Hace 65 millones de años, en una galaxia muy parecida a la nuestra, porque todo transcurre en la Tierra, un astronauta de otro planeta (pero con apariencia humana, tanto que es igual a Adam Driver) se estrella por aquí, kilómetro más, milla menos. Y en eso estaba Mills, conduciendo la nave cuando una inoportuna tormenta de asteroides lo hace estrellar con la Tierra. No es el único sobreviviente. También está Koa (Ariana Greenblatt), una niña que no entiende una palabra de inglés -menos mal que Adam Driver sí, porque sino, nosotros no entenderíamos tampoco nada-. La cosa es que el ambiente viene movido: hay dinosaurios que atacan, hambrientos.
Pero presumiblemente nunca probaron carne humana, o la que tengan Mills y Koa. Bien dicen que cuando hay hambre no hay pan duro.
Mills tuvo que emprender un viaje de dos años de duración, para poder pagar un tratamiento a su hijita. Se ve que ese planeta de donde proviene se parece mucho a la Argentina, y los problemas económicos de la clase trabajadora (y con las obras sociales o prepagas) son más antiguos de lo que pensábamos.
Para suerte de Mills y Koa, los dino no hacen como nos enseñaron Michael Crichton y Steven Spielberg en Jurassic Park: que los velociraptores atacan de a tres, dos de costado y uno de frente. Acá se ven unos bichos que, si no son raptors, son primos segundos. Pero son medio gansos (con perdón de la distinción de especie). Y Mills cuenta con un arma de alta tecnología como para defenderse, a él y a Koa.
La relación de Mills con la niña es como la de padre adoptivo, y ella, de hija sustituta, como sucede igual, igual en The Last of Us. Raro que Driver haya elegido este papel, viendo el resultado final, porque por lo general apuesta al cine independiente, y si va al mainstream, al comercial, son tanques como para llenar los cines.
No sería éste el caso.
Y Greenblatt, a quien vimos en un papelito en In the Heights -es hija de madre portorriqueña- y veremos a mitad de año en Barbie, con Margot Robbie y Ryan Gosling, conoce el timing y no desentona.
Tampoco es el debut de Beck y Wood en la dirección, ya que tienen en su curriculum La casa del terror (Hunt) y La novia viste de sangre. Sí, cuando dirigieron se habían volcado más al terror, y no al suspenso como en Un lugar en silencio.
Igual, Scott Beck y Bryan Wood escriben corto. No se sabe si por apuro, porque se les acaba Internet o tienen pocas ideas y prefieren exprimirlas. Un lugar en silencio duraba 90 minutos, y ésta, 93. Pero en este caso, y viendo cómo termina y lo floja que es la película, es probable que alguien desde la producción haya decidido recortar la duración.
Ya se sabe: cuando una película no termina de convencer, y se estima que durará poco en cartelera, los inversores -suponemos que no Sam Raimi, que es uno de los productores- ruegan porque ese primer fin de semana, antes de que el boca en boca la mate, tenga muchas más pasadas, funciones por sala, para poder recaudar algo más y recuperar lo invertido. No es lo mismo que dure dos horas a que dure hora y media. En todos los complejos de la ciudad.
“Sintiéndolo mucho”
¿Es un Joaquín Sabina auténtico el de Sintiéndolo mucho? Claro que sí. La película del madrileño Fernando León de Aranoa lo pinta de cuerpo entero, con su brillo y sus flaquezas, funciona como un retrato fiel y noble que, sin perder la calidez, también exhibe la vulnerabilidad y las inseguridades de un personaje muy singular.
Lejos de acomodar su discurso para sintonizarlo con las demandas de la época, Sabina habla en esta película que llega este viernes a los cines de Argentina con naturalidad y desprejuicio, con el prisma más común entre la gente de su generación. Hoy más que nunca no suele quedar del todo claro si los personajes públicos, cuyas declaraciones se ajustan perfectamente al canon de corrección política dicen la verdad o mienten. El riesgo de la hipocresía está casi siempre latente. Entonces resulta novedoso, y además valioso, que alguien suene creíble. La trayectoria del cineasta que dirige la película (Barrio, Los lunes al sol, El buen patrón) también es un aval, él se ha ganado una credibilidad de la que podría presumir con una obra rigurosa de marcado contenido social y alto voltaje emotivo.
Contra viento y marea, Sabina asegura en el documental que “las grandes obras están escritas por borrachos, drogadictos y pendencieros”, que “el amor tóxico da unas canciones cojonudas” y que “el tango tiene todo lo que a mí me gusta: el arrabal, los malevos, los cuchillos y las putas”. Es un Sabina sin filtros, con mucho sentido del humor (“Siempre me propuse envejecer sin dignidad, y creo que lo estoy consiguiendo”, dice también) y del que se revelan algunas facetas íntimas no del todo conocidas, por ejemplo, el pánico escénico que lo ataca más seguido de lo que él pretendiera, antes de muchos conciertos.
Esos grandes momentos que León de Aranoa consiguió registrar son el resultado de trece años de trabajo, una especie de conversación larguísima entre el director y un protagonista cuya vida vertiginosa sufrió unos cuantos cambios en todo ese tiempo. Aunque hay material de toda su carrera, que ya suma más de cuarenta y cinco años, el Sabina de este documental es sobre todo el de la etapa de su productiva sociedad con Serrat -iniciada allá por 2007 con una extensa gira y el disco en vivo Dos pájaros de un tiro-, el que está más cerca de este presente otoñal en el que permanece sentado en casi todos los conciertos que da, como vio el público que llenó el Movistar Arena para acompañarlo y seguramente verán los que tengan entradas para el resto de las fechas en ese mismo estadio, los días 21, 23, 25 y 27 de marzo.
La salud ha sido siempre un asunto complicado en la vida de Sabina, un aficionado irreductible al tabaco y el alcohol que en la película aparece muchas veces carraspeando, lidiando con los problemas de una voz aguardentosa que hace tiempo es de todos modos una señal de identidad. Como muchos otros artistas (Bob Dylan, el Polaco Goyeneche), el español tuvo que encontrar un estilo interpretativo amoldado a sus posibilidades y lo logró: el Sabina que tenemos en la memoria reciente es el de esa entonación de taura que domina tan bien, como prueban también algunos pasajes del documental donde aparece cantando informalmente, fuera del escenario.
En rigor, León empezó a seguir los pasos de Sabina en 2009, cuando el cantautor nacido en Úbeda, una ciudad del sur de España que hoy apenas supera los 30 mil habitantes, se unió al poeta Benjamín Prado para escribir el disco Vinagre y rosas. Y de todo el material que filmó, que es mucho, hizo una selección muy ajustada que no está presentada en orden cronológico, algo que le sirvió para dinamizar el relato, para liberarlo de las ataduras comunes de una biografía al uso y volverlo ágil, entretenido.
Nunca hubo guión, y la decisión fue un acierto, dado el perfil de un protagonista que difícilmente hubiera podido someterse a alguna rutina demandante. El guión es la propia vida de Sabina en estos años, un guión imaginario y lleno de peripecias que parece escrito por un autor con la mente afiebrada. Sabina editó discos, hizo decenas y decenas de shows en vivo, debutó en Estados Unidos, publicó libros, recibió premios, siempre con un cigarrillo y un vaso de whisky, cava o cerveza a mano. En el inicio de la película le ruega a León de Aranoa que no la empiece con la escena de su accidente, una de sus pocas sugerencias, según cuenta el cineasta: “Coño, Fernandito, no me jodas, no irás a empezar la película con la hostia que me di, ¿no?”.
El momento del accidente en el imponente WiZink Center de Madrid, el 12 de febrero de 2020, cuando estaba presentándose otra vez con Joan Manuel Serrat, es uno de los más impactantes de la película: por el riesgo que corrió la vida del artista al caerse del escenario y porque León de Aranoa tomó una muy buena decisión para sintetizar el dramatismo de esa instancia: en lugar de repetir la imagen que circuló muchísimo en los medios y en las redes sociales para incentivar el morbo, eligió mostrar a la multitud enmudecida que durante quince minutos vivió una tensa incertidumbre montada alrededor del estado de salud de su ídolo.
El otro fragmento fuerte de la película es el de la cornada que sufrió José Tomás en la Plaza de Toros de Aguascalientes, México. Sabina estaba de gira por ese país, fue a ver la performance del famoso torero madrileño y presenció de primera mano ese impresionante suceso. Tuvo que dar un concierto en esa misma jornada, y en la película se lo ve en la trastienda, en la previa a salir a escena, nervioso y angustiado. Como también se lo nota tomado por la emoción cuando visita el lugar donde nació, Úbeda, donde lee a viva voz unos versos escritos por su padre y luego se lamenta: “Uno de los nubarrones que llevo en el alma es que cuando empecé a tocar en sitios grandes, mi padre estaba con Alzheimer y mi madre muy enferma. Murieron enseguida. No pudieron disfrutar del éxito del niño, y lo habrían disfrutado como locos”.
Ni siquiera la adoración que le profesan sus fans lo hace ganar seguridad: “No sé si me siento un Dios, un gilipollas o, tal vez, un Dios gilipollas”, explica cuando se refiere al tema. Es una más de las tantas confesiones teñidas de ironía que Sabina desparrama a lo largo del documental, como la que revela sin censuras el estado en el que se encontraba cuando grabó 19 días y 500 noches, disco de 1999 producido por un argentino (Alejo Stivel, cantante y fundador de Tequila, que pronto estará en el Bafici porteño presentando un documental sobre esa banda legendaria en España) y que vendió medio millón de copias: “Fueron sesiones de tres días sin dormir y con mucha coca”, cuenta Sabina. Cerca de él siempre está “la Jime”, como llama cariñosamente el músico a Jimena Coronado, su pareja y fotógrafa peruana que conoció en 1994.
Ya en el final, Sabina pelea contra él mismo en la grabación de “Sintiéndolo mucho”, la canción que escribió con Leiva especialmente para este documental. “Muchos creyeron que me habían amortizado / Cuando viajé del WiZink Center en camilla al hospital / Con los dedos del Serrat entrelazados / Devolviéndome las ganas de cantar / El pan de ayer no es un buen postre para hoy / Mañana lunes es momento de inventarse y apostar / Ya que Fernando me ha pintado en esta peli tal cual soy / Un tahúr que no se cansa de arriesgar”, canta antes de amenazar con “tomar una decisón grave” luego de escucharse con “la voz muy rota”, como él mismo describe durante la pausa que se toma en el estudio “para fumar un cigarrito”. En el Showcase.
“Los inventados”
Lucas asiste a un retiro de actuación en el cual cada uno debe fingir ser otra persona. Pero además cada día un participante desaparece sin dejar rastro y Lucas parece ser el único que lo nota. ¿Tendrán todos una consigna distinta a la suya? ¿O podrá también él desaparecer sin ninguna explicación?. En El Cairo.
“Comunión con el diablo”
La historia transcurre durante los años ochenta, en un pequeño pueblo, no definido, que desde el inicio del film mediante la presentación de algunos personajes y escenarios expuestos, parece liberar una atmósfera extraña y misteriosa. Allí Sara (Carla Campra) recién llegada junto a sus padres y su hermana menor debe lidiar con un recibimiento bastante hostil por parte de los habitantes del lugar.
Su primera amistad se dará con Rebe (Aina Quiñones), una chica de su edad, extrovertida que enfrenta sin problemas a los pueblerinos hipócritas del lugar. Rebe la acompañará a descubrir los diferentes sitios del pueblo, le presentará nuevos amigos y la pondrá al tanto de historias extrañas que viven en los residentes y que se han convertido en leyenda.
Una noche a la salida de una fiesta, luego de mucho alcohol y algunas drogas, se encuentran con una muñeca vestida de blanco tirada en un bosque. Algo totalmente insignificante si no se tiene en cuenta aquel mito que narra la desaparición de una niña y su muñeca justo en el día de su comunión. Suceso más que extraño que será acompañado, un día después, por el surgimiento de unas curiosas manchas que brotarán en el cuerpo de las protagonistas.
En este sentido, las amigas deberán ir en busca de explicaciones: ¿Qué son esas manchas? ¿Qué sucedió con la niña desaparecida? Para eso tendrán que sumergirse de forma valiente en esa leyenda rural de la que algunos hablan y otros como el sacerdote del pueblo pretenden esconder. Será el momento de enfrentar apariciones fantasmales, que se acontecen sin importar el lugar, como puede ser en un baño, en una sala de videojuegos o en la calle misma. Un ser sobrenatural que ha regresado, pero aún no se entiende el por qué.
En definitiva, una historia de miedo moderado que funciona por su gran trabajo en la narrativa apuntalada en películas del género de la década de los 80, con caras nuevas de virtuosas interpretaciones, que no aspira a ser ambiciosa y que no exagera con la arribada de raros espectros. Una buena película de terror española, que nada tiene que envidiarle a las súper producciones hollywoodenses. En el Monumental, Cinépolis y Hoyts.
“1976”
Manuela Martelli trabajó como actriz con Andrés Wood (uno de los coproductores de este film), Sebastián Lelio, Gonzalo Justiniano, Alicia Scherson y varios directores argentinos como Ezequiel Acuña, Manuel Ferrari y Martín Rejtman. Seguramente esas experiencias delante de cámara le sirvieron en mayor o menor medida para animarse a incursionar como realizadora en este drama familiar con ciertos elementos de thriller psicológico.
La protagonista absoluta del film (dueña del punto de vista y presente en casi todos los planos) es Carmen (Aline Kuppenheim), una mujer de clase acomodada que abandona Santiago y viaja a una casa ubicada en un balneario para supervisar la renovación del lugar. Mientras su marido, hijos y nietos (es una abuela joven y atractiva) van y vienen, ella se instala en el lugar en plenas vacaciones inviernales.
Apenas llega a esa casa de playa, Carmen -cuyos familiares está ligada a la medicina- se topará con el padre Sánchez (Hugo Medina), quien le pide cuide a Elías (Nicolás Sepúlveda), un joven herido de bala en una pierna del que poco sabemos pero intuimos está metido en la lucha contra la dictadura de Augusto Pinochet.
Las diferencias generacionales, ideológicas y de clase quedarán expuestas de forma inmediata y evidente en el film, pero el aspecto más interesante de 1976 pasa por el viaje íntimo y externo que realiza Carmen, quien empieza a obsesionarse cada vez más por la historia y la situación de Elías. Y en esa búsqueda, esa creciente indagación, irá descubriendo un universo muy distinto y se irá topando con personajes de otros orígenes y realidades.
Entre los personajes secundarios que aparecen en el film está Germán de Silva, seguramente como forma de justificar una coproducción con Argentina que incluye también a las siempre talentosas Yarará Rodríguez en la dirección de fotografía y Jesica Suárez en el sonido. En ese sentido, si bien es cierto que 1976 tiene una idiosincracia, localismos y observaciones propias de la historia chilena, hay múltiples elementos que remiten también a la realidad que se vivía en esa misma época en otros países de la región (en algunos momentos me hizo recordar a Rojo, de Benjamín Naishtat). Más allá de cuestiones evidentes -como los operativos represivos o los toques de queda-, en todos lados se experimentaba un clima ominoso, de inquietud, angustia y temor generalizado. En el Hoyts.
Fuente: Diego Batlle, Otros Cines, La Nación, Cine Argentino Hoy, Ricardo de Luca, Pablo Scholz, Clarín.
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