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Opinión

¿Qué nos deja el Código Penal de Yrigoyen al cumplirse su centenario?

Hace 100 años la sanción del Código Penal, en el gobierno de don Hipólito Yrigoyen, dejaba un mojón histórico, una verdadera lección política e institucional. Porque aquél código nacido del proyecto de 1906, fruto de un proceso donde destacó la labor de Rodolfo Rivarola y la encumbrada crítica de Julio Herrera, fue revivido en 1916 por el impulso legislativo de un diputado conservador, Rodolfo Moreno (h), quién además de presentar el proyecto presidió la comisión que integraran conservadores, radicales y socialistas para dar lugar al Proyecto de 1917 que, con variantes, pasó a ser el Código de 1921, que entró en vigencia el 29 de abril 1922; ese código fue el producto de representantes del pueblo que supieron postergar enormes diferencias políticas y asumir la responsabilidad institucional de unificar la legislación penal, abolir la pena de muerte y regular las modernas alternativas  al encierro efectivo (las que ya formaban parte de la propuesta de gobierno en la convención radical de 1916); ellos pudieron y supieron dar factura al primer código penal para la nación, un cuerpo legal sobrio, prudente, de buena técnica y respetuoso de la manda constitucional, en un contexto paradojalmente no demasiado favorable para tamaña empresa.

Lamentablemente, aquél código que durante varios años sobrevivió a distintos intentos regresivos y favoreció una dogmática de alto rendimiento, fue sometido en los últimos decenios a un proceso de demolición. Reformas parciales e inconexas, en general motivadas en sentimientos de miedo al delito y derivadas de políticas inescrupulosas y demagógicas, rompieron la exhaustividad y completividad de aquél sistema de legislación. El resultado es por todas y todos conocidos: una involución que nos muestra el espejo de la legislación del antiguo régimen: una legislación dispersa, vaga, confusa, caótica, asistemática y auto-contradictoria.

Peor aún, la reformanía y sus pretextos seguristas (gobernar a través del miedo, y con ello a través del delito –ya planteado en el Leviatán de Hobbes, 1651 –vuelve la historia-), implosionaron la dosimetría penal y alterado groseramente la racionalidad y proporcionalidad de las penas, al punto que no existen consensos doctrinarios ni jurisprudenciales sobre el límite máximo de la pena de prisión e, incluso, bajo ciertas condiciones, es más conveniente una pena perpetua que una temporal.

Estos procesos de reformas se han producido generalmente como respuestas espasmódicas a situaciones puntuales de alto impacto que especulan desfachatadamente con la histórica aceptación social de la violencia de la pena como solución a cualquier situación problemática; con ello, se pretende abordar un problema sumamente complejo con una ecuación extremadamente simplista: a mayor inseguridad, a mayor delito, más y peores leyes penales.

çY los curanderos del derecho penal lo han logrado. Lo de curanderos no es nuevo, la expresión fue acuñada por el maestro Carrara hace casi 200 años cuando afirmaba que la ingenua creencia sobre la eficacia de la pena para resolver todos los problemas sólo servía para alimentar la idolatría del terror y la fe en el verdugo. En versión actual y en igual dirección, denuncia el Papa Francisco la misma lógica calificándola despectivamente como “populacherismo penal”.

Hoy vivimos el peor momento de la legislación penal argentina, con niveles de irracionalidad y represividad históricos.  Muy a pesar de ello, Rosario se encamina –al igual que muchos otros lugares del país y a pesar del esfuerzo y la valentía y hasta las obstrucciones institucionales a su labor (refiero a fiscales y jueces penales), a superar la tasa de homicidios que fuera record histórico en 2013 (274 homicidios dolosos y una tasa de 18 cada 100.000 habitantes, muy por encima a la media argentina de 6/100.000) y al mismo tiempo desafiar la progresión geométrica de crecimiento de la tasa de encierro, al haberse duplicado en sólo 10 años la cantidad de presos (de 4.200 a 8.400).

Nuestra región es la prueba más cabal de lo lejos que el sistema legal del delito y la pena están de aportar a la solución de ese grave problema social que, sin embargo, ha sido con diversos matices y oportunismos el pretexto para dinamitar el CP de 1922, favorecer  huida a la descodificación y dispersión legal, regular la muerte en prisión, aumentar los mínimos junto a escalas penales frontalistas, consagrar una proliferación de absurdas agravantes genéricas y específicas, sumar los artículos bis, ter, quater, quinquies; normativizar la idea de que una persona jurídica puede delinquir, neutralizar el régimen de progresividad y con ello el principio resocializador; flexibilizar la legislación material y formal, distorsionar la dosimetría penal.

Estas irracionalidades contrastan groseramente con toda la evidencia empírica. La realidad demuestra lamentablemente –y una vez más- la ineficacia preventiva de ese sistema de legislación. Por caso, repito, en Rosario se han encarcelado y condenado a los responsables de las organizaciones criminales más comprometidas con la violencia como derivación de economías delictivas; se han encarcelado y condenado a miembros del propio MPA, a gran cantidad de miembros de la agencia policial y hasta sometido a proceso a numerosos financistas que completan el circuito de muchos mercados ilícitos e, incluso, se ha duplicado la tasa de encierro en 10 años; sin embargo, aun así,  el problema crece y hasta, en  muchos casos, se programa y organiza desde la cárcel. Por otro lado, la misa legislación se han convertido en fuente de inseguridad jurídica y en concausa (en algunas jurisdicciones mucho más que en otras) de la profundización de la selectividad del sistema; la sobrepoblación carcelaria, el hacinamiento y las penas ilícitas paralelas y, como si algo faltara, hasta han proporcionado herramientas para favorecer patologías institucionales o judiciales, que han devenido con anuencia de sectores del poder político, del poder mediático y sectores del judicial colonizados, en la sospecha de eventuales crímenes judiciales.

La política criminal (necesaria por cierto) como respuesta exclusiva y excluyente a esos problemas es la crónica de un final anunciado. FRACASO, una vez más la dimensión histórica habla, diría que grita.

Y más allá de la fuerza cultural de aquella falacia argumental, que desde hace años domina –con distintas emergencias y enemigos- la base social y que hoy amplifican de modo interesado las corporaciones que concentran los medios de comunicación, nos corresponde como académicos y operadores del sistema de justicia penal, la responsabilidad institucional de encausar los debates y discusiones en torno a las estrategias y políticas públicas que, mediante un abordaje coordinado, están comprometidas a la hora de analizar la compleja problemática de la seguridad; fenómenos que deben diagnosticarse con mucha investigación cuanti y cualitativa dada su distribución territorial asimétrica, junto a muchas otras variables diferenciadoras en el amplio territorio nacional pero que, en lugares con niveles de violencia inusuales, como el caso de nuestra región, no puede desentenderse de la también compleja interacción de grupos criminales que compiten entre sí, la agencia policial, sectores de la prensa y del poder político.

Y nada de esto es ajeno a nuestras Facultades de Derecho. En última instancia, profesores, jueces, fiscales, defensores, muchos políticos no nacen de un repollo.

Pero la interpelación no es sólo a la academia sino también al aparato judicial, tan necesitado también de una reforma profunda y democrática pero que, en cualquier caso, debe asumir su función irrenunciable de control de cualquier desviación del poder, con las limitaciones propias de las esferas que marcan las coordenadas de la división de poderes y la independencia judicial que, no está de más recordar, es garantía del ciudadano y no privilegio de los jueces.

Y más prioritariamente la interpelación es a la política, especialmente en orden a la necesidad de una profunda reforma democrática al sistema de legislación penal peo también varias regiones y a nivel federal a las estructuras y sistema de organización del aparato judicial, comenzando por cierto por la CSJN, su estructura, composición y función.

Este 28 y 29 de abril la Asociación Argentina de Profesores de Derecho Penal se reunió presencialmente para homenajear el centenario de un código, el de Yrigoyen, del que poco queda porque políticas alimentadas por ambiciones electorales se encargaron de mutilarlo. Pero la codificación y el proceso que derivo en ese cuerpo legal sobrio y apegado al mandato constitucional, nos permite evocar esa gran obra y esos grandes políticos.

Una lección que debería asumirse en la actualidad, frente a la crisis política e institucional que estamos atravesando, en favor de una agenda democrática que coloque a la seguridad y a la justicia, incluida la plena autonomía del Ministerio Público de la Acusación y de la Defensa Pública (hoy seriamente comprometidas en nuestra provincia), las reformas de seguridad y la reforma policial, la cobertura de vacantes del poder judicial que tanto perjudica a las y los ciudadanos, por fuera de cualquier agenda electoral, por fuera de cualquier especulación mezquina, y que reivindique la transparencia, la publicidad de los actos de gobierno, el acceso a la información pública y posibilite junto a otros temas relevantes recuperar la necesaria institucionalidad que hace a la esencia estructural del sistema republicano y la división de poderes.

Ese es el desafío y la sociedad debe exigir que se rinda cuentas.

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