Protagonista de películas independientes como Silvia Prieto y Los guantes mágicos, ambas de Martín Rejtman; y de éxitos comerciales como Un novio para mi mujer y Me casé con un boludo, ambas junto a Adrián Suar, Bertuccelli incursionó por primera vez detrás de cámara hace 6 años con La reina del miedo y ahora reincide con un drama asordinado (o una comedia deforme) tan provocadora como perturbadora en la que también actúa junto a Cecilia Roth y Justina Bustos, llamada “Culpa cero”. También llegan la animada “Gigantes”, “El mal no existe”, “El club de los vándalos”, vuelve Shyamalan con “La trampa”, “Gundam Seed Freedom, La película”, y además el videojuego adaptado “Borderlands”. Todo esto lo leés acá en una selección de reseñas para elegir que ir a ver al cine, porque el cine se ve en el cine.
“Culpa cero”
En la primera escena Capalbo (Fabián Arenillas), el conductor de un programa televisivo que entrevista a la escritora Berta Muller (Valeria Bertuccelli), la define como “la autora más vendida de América Latina, un ejemplo de vida, filósofa y gurú”. Con tres libros convertidos en best sellers, la protagonista asegura que la clave del éxito es “la verdad en la mirada”.
Pero, a los pocos minutos de Culpa cero, alguien denunciará que en verdad esa “gurú” no solo ha plagiado en su libro La virtud de la confusión frases célebres de Séneca, Buda o Gandhi sino que además nos enteraremos que en verdad no ha escrito ni un párrafo de sus novelas, ya que su asistenta Marta (Justina Bustos) ha oficiado durante toda su carrera como ghost writer. La noticia se viraliza a velocidad de la luz en redes sociales y en programas de chimentos y, así, ella sufre un backlash de miles de haters que la lleva a una progresiva y creciente cancelación.
De hecho, su Berta Muller es una mujer neurótica, torpe y manipuladora, con ciertos rasgos psicopáticos y arranques violentos, impulsiva (puede gastarse 5.000 dólares en comprar un surtidor de combustible en una tienda vintage) y con una dimensión conspiranoica, mitómana y negadora que la lleva a culpar y agredir sin que jamás le funcione la neurona intermedia a Marta, al ejecutivo de la editorial (el Ramiro de Martín Garabal) y hasta a quienes están cerca de su hija Olivia (Gaia Garibaldi), con quien mantiene una relación bastante tirante y extraña (su principal obsesión es que la niña no abuse del celular ni los videojuegos).
Película de y sobre mujeres (otra de las protagonistas es la Caro de Cecilia Roth que está siempre cerca de Berta y en la segunda parte aparecen personajes secundarios como la Sandra de Mara Bestelli y hasta una participación especial de Fabiana Cantilo), aborda sin prejuicios, lugares comunes ni resoluciones tranquilizadoras cuestiones como las relaciones tóxicas, la maternidad, la contracara del éxito, los abusos de poder (es interesante el recorrido que va haciendo la en principio sumisa Marta), el resentimiento, la hipocresía, el cinismo y doble moral, el odio en redes y, claro, el tema de la culpa a la que se alude desde el título.
Culpa cero es una tragicomedia que en primera instancia genera una sensación de incomodidad y hasta incluso algo de irritación, pero cuando uno se desprende y se despega de esa reacción inicial, cuando se adopta una distancia crítica, cuando se analizan sus múltiples facetas, dimensiones e implicancias, se llegan a apreciar en varias de sus zonas una inteligencia y una falta de condescendencia que, entre tanto cine predigerido y de fórmula, se termina agradeciendo
DIEGO BATLLE
EN DEL CENTRO, SHOWCASE, HOYTS, CINÉPOLIS, MONUMENTAL.
“Gigantes”
El estreno de Gigantes adquiere un significado particular en un contexto donde el cine argentino es señalado por el gobierno nacional como uno de los grandes males del país. Más aún si se trata de una película de animación, un género que, abordado desde este lado del mundo, requiere mano de obra con talento suficiente como para suplir con ideas la falta de recursos. En ese sentido, su calidad visual y narrativa son dignos de los estándares internacionales.
No es, desde ya, una de Pixar, pero tiene algo de lo que adolecen buena parte de este tipo de producciones provenientes de Hollywood: corazón, preocupación por sus personajes, creencia en lo que cuenta y plena conciencia de que su público son los menores. De allí, entonces, la ausencia de guiños o referencias para saciar a los adultos. Gigantes es una película transparente.
El protagonista es Alfonso, un niño decidido y dueño de una imaginación a prueba de todo que vive en un pequeño pueblo azotado por tormentas cada vez más frecuentes, lo que obligó a varios habitantes a hacer las valijas en busca de nuevos rumbos. Hay un hombre, de apellido Carrasco, con la evidente intención de sacar provecho inmobiliario de la situación. El objetivo de Alfonso no es sencillo: detener junto a un par de amigos el fenómeno climático para que el pueblo recupere el brillo que supo tener.
A partir de allí, la película del argentino Gonzalo Gutiérrez se entrega a la aventura de estos chicos a lo largo de un recorrido pleno de obstáculos y situaciones que irán superando con partes iguales de voluntad e ingenio. Divertida y querible, Gigantes resalta valores como el compañerismo, el trabajo colectivo y la solidaridad, tres elementos cada vez más difíciles de encontrar fuera del ámbito de la pantalla.
EZEQUIEL BOETTI.
CINÉPOLIS, HOYTS, SHOWCASE.
“El mal no existe”
Muchas veces las expectativas determinan la primera impresión respecto de una película. Comienzo por señalar lo mucho que me interesa y conmueve todo lo que hace Ryûsuke Hamaguchi (aquí nuestro especial sobre el director), para quien el 2021 fue un “año de gracia”. Con todo lo que se puede decir de su obra, haber dado a luz ese año La rueda de la fortuna y la fantasía (que tuvo su première mundial en la Berlinale, donde ganó el Gran Premio del Jurado) y Drive My Car (presentada en el Festival de Cannes, donde obtuvo las distinciones a Mejor Guion y el de la crítica FIPRESCI), constituye una vara demasiado alta incluso para el propio Hamaguchi.
Para colmo el también director de Asako 1 y 2 no deja de hacer cosas para caernos aún mejor. Inesperadamente, se hizo presente en la previa de la proyección en Venice Classics de la copia restaurada en 4K de Chichi Ariki / There Was a Father (Yasujiro Ozu, 1942), hermoso trabajo que permitió añadir a los poco más de 70 minutos hasta ahora conocidos de una copia en 16mm existente en Japón una veintena más recuperada de otra en 35mm hallada en Rusia. Comprometido y profundo, habló sobre el cine de Ozu y sobre esta película en particular durante unos 15 minutos, escapando de sus obligaciones como director de una película presentada en la Competencia Oficial y demostrando conocimiento y pasión. ¿Cómo no amarlo?
En fin, esta larga introducción es casi una disculpa de mi parte porque entiendo que El mal no existe no está a la altura de esas dos obras mayores presentadas en 2021. Y ello no es porque esta pequeña fábula carezca de méritos. Al contrario, hay algo mucho más despojado y minimalista que la distingue. Un despojamiento que es una búsqueda relacionada con lo que cuenta. Takumi y su hija viven en Mizubiki, un pueblito no muy lejano de Tokio. Llevan una vida tranquila, bucólica, con un devenir ligado a los ciclos de la naturaleza. Ese “estado de naturaleza” se ve afectado ante el avance de un proyecto para establecer en la zona un “glamping” (camping + glam).
El prólogo que nos introduce en la naturaleza del lugar, con una secuencia en la que los árboles y el viento ocupan el espacio físico y sonoro, culmina en la presentación de los personajes en una extensa audiencia pública en la que los lugareños expresan sus observaciones críticas sobre el proyecto. La plácida sucesión de planos y contraplanos no oculta la magnífica representación del conflicto subyacente. La tensión entre las partes se plantea en términos que eluden las posiciones terminantes o absolutas. ¿Quienes presentan el proyecto entendieron la postura de su contraparte o sólo quieren engañarlos para seguir adelante cómo sea? Para salir del atolladero, proponen a Takumi trabajar para ellos.
La construcción de los personajes y los diálogos, el diseño sonoro y los pequeños detalles nos llevan a la dimensión actual de aquel conflicto atávico que estaba ya en el cine de Ozu, como es la tensión entre la tradición y el progreso, el campo y la ciudad. Fábula pequeña, resulta pertinente el acompañamiento adjetivo a través de esa estética despojada, más cercana a las búsquedas del cine más independiente. Nostálgica y oscura, la vuelta a la naturaleza parece plantear un posible regreso a ese estado de naturaleza, un nuevo y triste punto de aparente equilibrio.
FERNANDO JUAN E. LIMA.
EN LOS CINES DEL CENTRO.
“El club de los vándalos”
“Todos quieren ser parte de algo” dice Brucie (Damon Herriman), integrante del club de motociclistas The Vandals, que recorre las rutas del Medio Oeste de los Estados Unidos generando movimientos sísmicos con los poderosos motores de sus Harley Davidson. Los Vandals son un ecosistema cerrado y no demasiado receptivo a nuevos integrantes, con sus propios rituales y valores, que existe al margen de la sociedad “respetable” de clase media (a los que llaman “pinkos”) y en el que disconformes y excluidos encuentran autoestima y validación.
Tal es el sentimiento que domina en el grupo de personajes que sigue a Johnny (Tom Hardy), un camionero que tras ver El salvaje con Marlon Brando, decidió comprarse una moto y cambiar su estilo de vida. Esa película de 1953 distaba de celebrar a las bandas motorizadas, sin embargo, la figura magnética Brando terminó volviéndose un ícono de esa subcultura, además de que impuso la moda de las camperas de cuero con cierre cruzado que se mantiene hasta la actualidad. Este nuevo film, en cambio, sí es una celebración de lo que llama “la era de oro” de los outsiders en moto, aunque se encarga de marcar una frontera en el momento en que dejaron de ser una expresión de inconformismo para volcarse al crimen.
El origen de la película está en un libro llamado The Bikeriders del periodista Danny Lyon quien, a mediados de los años 60, en el momento de auge del llamado “nuevo periodismo”, realizó una inmersión profunda en la vida y costumbres de un grupo de motociclistas, a los que fotografió y entrevistó extensamente para su volumen. El realizador Jeff Nichols, quien no estrenaba un film desde 2016 (cuando presentó dos: Loving y Midnight Special) consideró que este largo fotorreportaje era uno de los mejores libros con los que se había cruzado en su vida y decidió convertirlo en un largometraje.
Acaso como una consecuencia de este origen, la película es más un conjunto de escenas apenas hiladas que una narrativa fuerte. A través del relato episódico de Kathy (Jodie Comer), la esposa de Benny (Austin Butler), uno de los líderes de los Vandals, saltamos por diferentes tableaux vivants exquisitamente fotografiados de la existencia cotidiana de la banda de motociclistas, que suelen ser una recreación en color y en movimiento de las imágenes en blanco y negro del libro de Lyon.
Con atronadoras explosiones de violencia inesperada y una banda sonora pulsante de la época que incluye a The Animals, The Shangri-Las y Cream, la película se revela abiertamente deudora de la obra de Martin Scorsese, incluso hasta su escena final que parece citar a la de Buenos muchachos. Sin embargo, no funciona del mismo modo. Aunque la fotografía, la música, incluso las interpretaciones centrales de Hardy y Butler canalizando a Brando y a James Dean son irreprochables, todos esos elementos no terminan de cuajar en una película cautivante, sino que se mantienen desarticulados. En este caso, el todo no es más que la suma de las partes.
HERNÁN FERREIRÓS
SHOWCASE, HOYTS, MONUMENTAL Y DEL CENTRO.
“La trampa”
A estas alturas, a 25 años del estreno de Sexto sentido, uno ya no sabe con qué película de M. Night Shyamalan, el director que aquella maravilla con Bruce Willis, se puede encontrar al entrar al cine. ¿Es el mismo de Señales, El protegido o Fragmentado, o el de El fin de los tiempos, Después de la Tierra o Llaman a la puerta?
El realizador que pintaba como el nuevo Spielberg, poco a poco fue fluctuando, y entregando muy buenas películas con otras tirando a regular. El hombre siempre tuvo inventiva, imaginación, hasta que como demuestra en La trampa, título capcioso si lo hay, la pierde.
Rodada en menos de dos meses, no en Filadelfia, que es donde la trama transcurre, sino en Canadá, donde seguramente contó con ventajas impositivas, La trampa avanza en su mejor parte, que es la primera hora, en un estadio cerrado.
Hasta allí llega Cooper (Josh Hartnett), arrastrado por su hija Riley (Ariel Donoghue), que solo comparte con la protagonista del mayor éxito de este 2024, la Riley de Intensa mente 2, el nombre, para asistir a un concierto de su estrella favorita, Lady Raven (Shaleka Shyamalan, sí, la hija mayor del director, que es actriz y cantante). La artista agregó una función a último momento tras agotar las entradas, y papá Cooper va a tener una perfecta salida con su pequeña de 12 años.
Bueno, no tan perfecta.
La trampa, como muchas películas de Shyamalan, tiene un muy buen comienzo, pero luego se desmorona. Cooper esconde un secreto. Bah, en realidad esconde a un hombre en el sótano de una casa, porque él y no otro es El carnicero, el asesino serial que la policía busca denodadamente y que tiene sobre sus espaldas, al menos una docena de cadáveres.
Y como hay gente bocona, como el vendedor de merchandising que los atiende, y le confía que si hay tanta seguridad y uniformados en los accesos y en la platea, es porque en verdad todo se armó como una trampa para atrapar al asesino. ¿Cómo hará para escapar de 300 policías, si controlan todo, y hasta saben que tiene un tatuaje?
La película plantea más de una pregunta, alguna que se resuelve, otra que no. ¿Cómo sabe la policía que El carnicero asistirá al concierto? La otra tiende al desconcierto, y salten al próximo párrafo si no quieren spoilers, pero ¿qué cuernos pasó con el chofer de Lady Raven?. A lo Alfred Hitchcock
Sin ser obviamente Hitchcock, a quien venera, Shyamalan nos permite saber lo que otros personajes del filme no saben. Y así se va desandando el filme, con alguna que otra situación insólita que no vamos a spoilear, pero cuando se llegue a los últimos 25 minutos, ahí ya la película se fue al tacho.
Si la premisa va perdiendo su fuerza cuando Cooper reacciona de maneras excéntricas, por decirlo de una manera simpática -entra y sale del concierto, con o sin su hija, roba una identificación de seguridad, miente una y otra vez descaradamente-, llega un momento en que nada resulta medianamente creíble.
Tiene un guion, creado por el mismo Shyamalan, que es mucho más potente al comienzo, y luego va decayendo. Como el villano sociópata Hartnett, que parecía que remontaba su carrera tras aparecer en Oppenheimer, Agente Fortune: El gran engaño y hasta con un breve papel en la nueva temporada de la serie The Bear, hace más gestos que James McAvoy como Dennis o todos sus personajes, juntos o por separados, en Fragmentado.
PABLO SCHOLZ.
DEL CENTRO, SHOWCASE, HOYTS, CINÉPOLIS, MONUMENTAL.
“Gundam Seed Freedom, La película”
Sinopsis oficial:
“Celebra el 20 Aniversario de Gundam Seed, con Gundam Seed Freedom, la más reciente película animada de la franquicia. La lucha interminable le está pasando factura a Kira Yamato. Todos los días en el frente de batalla se esfuerza por salvar a los más que pueda, aún así la gente continúa siento dominada por sus sentimientos de ambición y venganza. Yamato no puede evitar preguntar si Durandal estaba en lo cierto, ¿un destino genéticamente determinado es mejor a la libertad?”
CINÉPOLIS Y HOYTS.
“Borderlands”
¿Serán los responsables de esta película tan fanáticos del exitosísimo videojuego que la inspira hasta el punto de de negar cualquier conexión con el cine y así consagrar la aparente superioridad del material original sobre cualquier otra cosa? ¿Será que la industria de los videojuegos, tal vez la más poderosa en términos económicos de todo el gran mapa del entretenimiento global, tiene recursos de sobra para convencer a varias estrellas de nombre indiscutido para legitimarse y exhibir superioridad frente al resto?
Cualquiera fuese la causa, por más argumentos que se empleen de aquí en adelante, nada podrá justificar desde la perspectiva más básica de lo que entendemos por cine el despropósito de esta adaptación. En todo caso, Borderlands (la película) quedará registrada en el mejor de los casos como un experimento fallido que intentó trasladar la lógica del videojuego original a la narración cinematográfica.
Quedó a la vista en los resultados lo que de entrada sabían casi todos: es imposible superponer ambas realidades. El videojuego y el cine no son y nunca serán lo mismo. Cualquiera que lo intente conseguirá algo tan decepcionante y difícil de entender como Borderlands, sobre todo considerando los nombres puestos en juego aquí.
El primero es Eli Roth, alguna vez protegido de Quentin Tarantino y muy competente director de películas de terror en la que siempre aparece en medio de la sangre alguna risueña y mordaz ironía, que dirige sin gracia y con una chatura imposible la aventura de Lilith, una cínica cazarrecompensas que regresa a Pandora (perdón, James Cameron), uno de los enclaves más yermos y desolados del universo, en busca de una muchacha que tiene en sus manos un secreto fundamental para asegurar la continuidad del universo. Una poderosa corporación anda en busca del mismo objetivo.
Lilith es el personaje más olvidable de la carrera de Cate Blanchett, que se pasea por escenarios que parecen haber sido descartados de alguna película de Star Wars o de Marvel con aires de superheroína de cartón, frases declamatorias y la inapreciable ayuda de un batallón de dobles de riesgo para sus escenas de acción.
Para cumplir con su misión recluta a un puñado de supuestos antihéroes que de entrada se muestran incómodos por el hecho de ponerse los trajes estrafalarios impuestos por el videojuego. La presencia de Kevin Hart es un completo error de casting: a su personaje no le dejan hacer chistes (la mayor fortaleza del actor) y como héroe de acción no convence a nadie. Jamie Lee Curtis hace lo que puede como una científica que explica por anticipado todos sus movimientos. Florian Monteanu apenas saca músculos y esconde su rostro todo el tiempo. Y Jack Black le pone una voz más desesperada que graciosa a un robot que suena a producto descartado por los creadores de Star Wars. Peor: nada de lo que dice invita a una mínima sonrisa.
Édgar Ramírez contagia a su villano de toda esa inmensa palidez. Todo lo que pasa a partir de este choque entre buenos y malos ni siquiera merece mencionarse. Confirmará las certezas que tienen los expertos en este videojuego, todas ajenas al cine, y aburrirá sin remedio a todos los demás.
MARCELO STILETANO.
SHOWCASE, HOYTS Y MONUMENTAL.
Fuente: La Nación, Otros Cines, Clarín, Página 12, Cinépolis.
Comentarios